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El caballo griego
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El caballo griego
CAPÍTULO I Mi mano tenía
entonces el tamaño de una de las alas del gorrión que la monja del convento de
enfrente me trajo al venir a mi casa por su limosna; un gorrión que no podía
volar, que saltaba alrededor mío sin esconderse, como pidiendo algo, brincos que
parecían latidos, que me alegraban como golpecitos de afecto. Lo miraba yo como
a un hijo mío, porque siendo mis padres tan altos y el gorrión tan chico una
relación de tamaño me lo hacía familiar. Yo seguía con la mirada sus movimientos
igual que mi padre seguía el andar de mis primeros pasos. Recuerdo mis manos que
eran muy pequeñas, tanto que al sostener el pájaro tuve que juntarlas en forma
de cuna, como para recibir un puñado de anises, hasta que un temblor de alas
hizo que las abriera de pronto.
-Lo va a matar. No le debemos dejar que
lo toque.
Pero cuando lo tuve otra vez entre mis manos lo apreté tanto
que por poco lo ahogo.
-No lo estrujes, que lo matas- me dijeron, y,
aunque yo no sabía lo que era la muerte, dejé de apretarlo y el gorrión dio un
sal tito y se fue. Huía de mí. Quería esconderse. Se metió bajo los hábitos de
la monja.
Aún hoy, la oigo decir:
-Te voy a pisar. Te voy a
pisar.
Luego, ya nadie lo encontraba porque se escondió detrás de una
canasta grande, llena de ropa limpia. Mi padre, que leía sentado en su butaca,
adivinó su escondite.
-Aquí debe de estar -dijo, retirando la canasta con
violencia.
Lo vi un momento echando sangre, muriéndose. Mi madre, para
que yo dejara de llorar me llevó a su cuarto, me sentó en sus rodillas y me secó
las lágrimas con su delantal blanco. Vivíamos en una casa con mucha luz, en
Archidona, pueblo de la provincia de Málaga, en donde mi padre era juez. Allí
pasé varios años de mi primera infancia pero no recuerdo otra cosa que la escena
que acabo de contar. El gorrión me hizo tomarle miedo a las canastas y todavía,
a pesar de lo livianas que son, cuando tomo alguna me parece que levanto un gran
peso.
CAPÍTULO II Mi afición por
la imprenta data desde muy niño. Apenas si tenía yo cinco años, cuando escribí
mis primeros versos. Felicitaba con ellos a mi madre por el día de su santo.
Recordar aquella infantil aleluya, todavía me produce rubor por lo torpe y sin
gracia que era. Sin embargo, Catalina, la cocinera de mi casa, encontró que mis
versos eran preciosos y cortando la hoja del cuaderno de mis primeras letras, se
lo llevó a su hijo que era impresor. Antonio Chávez me dio a la mañana siguiente
una sorpresa. Encontré a los pies de mi cama, enrollada como si fuera un
diploma, una cartulina estampada en diversos colores. En el centro de una orla
donde figuraban nenúfares, mariposas y estrellas, estaban impresos mis versos
con letras de oro. Este mismo impresor, Antonio Chávez, años más tarde, cuando
cursaba mi bachillerato en el colegio de los jesuitas en Málaga, me imprimía
anualmente cartulinas menos vistosas, pero donde figuraban composiciones mías a
la Virgen, que antes de ser impresas eran revisadas y corregidas por el padre
espiritual del colegio. Aunque yo era un niño y el hijo de mi cocinera un hombre
hecho y derecho, parecía que nuestras vidas iban a correr paralelas. Tan pronto
terminé mi bachillerato, al salir del colegio donde pasé interno seis años,
durante el tiempo que hacía mis estudios universitarios de derecho, con Antonio
Chávez imprimí la revista Ambos. En ella colaboró Emilio Prados, poeta con el
que había de colaborar yo en el futuro en múltiples empresas editoriales.
Publicó sus traducciones del alemán de poetas persas de la Edad Media. También
publicó poemas José María Hinojosa, cuya historia será objeto de otro capítulo.
Un colaborador que nos abandonó poco después de la aparición del primer número,
fue José María Souvirón, que contratado para dar clases de literatura como
profesor auxiliar en el colegio de los jesuitas, no encontró compatible su
puesto con el publicar en una revista que parecía tener un aire renovador y
liberal. Y sin embargo, en la revista Ambos no se expresó ni una sola idea
revolucionaria. Publicada en 1921, a pesar de ser publicación provinciana, no
dejaron [de] marcar huellas en su contenido las más avanzadas expresiones
estéticas. Unas ingeniosas greguerías de Gómez de la Serna, y unos dibujos de
Picasso producían confusión entre los comentaristas familiares de nuestra poca
difundida revista. Para ellos futurismo, cubismo y comunismo era una misma
cosa.
CAPÍTULO III Desde muy
joven tuve contacto con personajes de la política española, aunque estas
relaciones poco o nada tuviesen que ver con los asuntos públicos y sólo
obedecieron a razones de familia o a circunstancias personales.
Dos eran
por aquellos años los más destacados políticos conservadores de la monarquía
española. Don Eduardo Dato y Don Francisco Bergamín. Voy a referir, muy
brevemente, cómo tuve ocasión de conocerles [...].
A mis 14 años (nací en
1905) era yo alumno interno en el colegio de los jesuitas de Miraflores del
Palo, en Málaga, finalizando los estudios de mi Bachillerato, pero
reglamentariamente teníamos que pasar exámenes en el Instituto Provincial de
Segunda Enseñanza para obtener nuestras calificaciones. Aquel año cuando le
llegó el turno a mi examen de Preceptiva Literaria, el tribunal encargado de
interrogarme, en lugar de hacerlo sobre los temas del programa, recibió mi
nombre con sorpresa y sólo se preocupó de investigar datos sobre mi familia,
anomalía explicable por la noticia aparecida aquella mañana en un periódico de
Madrid (El Liberal, junio 1919), sobre la muerte de un millonario argentino,
Altolaguirre de apellido como yo, cuyos herederos andaluces no aparecían por
ninguna parte.
Me fastidió que me aprobasen sólo porque contesté que era
heredero de un difunto y regresé de muy mal humor a casa en donde encontré a
varios de mis profesores empeñados en convencer a mi madre de que debiera
reclamar tan fabulosa fortuna. Ella, ante tales posibilidades, se puso
inmediatamente en comunicación con don Eduardo Dato, exministro de la monarquía,
quien, como abogado aceptó la defensa de nuestros intereses, que no se pudieron
salvar pese a su buena voluntad y a sus reconocidos méritos como civilista. Pero
de todo aquello resultó una buena amistad con una señora muy simpática e
inteligente, con Isabel, luego Duquesa de Dato, hija de nuestro defensor y a la
que debo, durante los últimos años de su vida, muchas y exquisitas atenciones,
entre las cuales recuerdo [ ...] su invitación a una comida en la casa del
Marqués de Valdeiglesias, director del periódico monárquico La Epoca, comida
celebrada en los primeros días de junio de 1936, que me propongo describir en
otro capítulo, ya que ahora quiero seguir recordando la época de mis
estudios.
Aprobado que fui en mi examen de Preceptiva literaria, finalicé
con éxito mi bachillerato y emprendí de modo tan vertiginoso la carrera de leyes
que a los dos años me gradué como abogado en la Universidad de Granada, para lo
cual tuve que ganar asignaturas durante los veranos, cosa que hice para estar
pronto en condiciones de ayudar económicamente a mi madre, viuda con siete
hijos, que mucho lo necesitaba. Siendo pues casi un niño, le escribí a don
Francisco Bergamín la siguiente carta:
Mi querido amigo y compañero:
Habiendo finalizado mis estudios jurídicos y necesitando añadir a mis
conocimientos teóricos la experiencia necesaria para el ejercicio de mi
profesión, me permito recordarle su buena amistad con mi difunto padre
(q.e.p.d.) para rogarle me acepte como pasante en su bufete, señalado servicio
que le agradecerá siempre su affmo. amigo, q.e.s.m.
Manuel
Altolaguirre.
Esta carta tuvo un éxito inesperado. A vuelta de correo
recibí del señor Ministro contestación de su puño y letra concediéndome la plaza
solicitada en su bufete. Y si la sorpresa fue grande para mí, aún produjo mayor
impresión en mi madre que, llena de ilusiones, se apresuró a proporcionarme todo
lo necesario para mi traslado a la Corte, viaje que realicé a los pocos días.
Toda mi familia acudió a despedirme. Todos se asombraban de que tan joven
hubiera obtenido distinción tan extraordinaria, ya que para merecerla yo
necesitaría por lo menos algunos años más. Sin embargo, a pesar de mis verdes
conocimientos, don Francisco Bergamín me recibió con gran cordialidad e hizo
todo lo posible para que yo adelantase en mi carrera. Aquel hombre tan
inteligente sin duda adivinó mi incapacidad, pero tuvo buen cuidado de no
desalentarme. Con su hijo Pepe me hacia trabajar en materias de derecho, a las
que ninguno de los dos atendíamos. Otras eran ya nuestras aficiones. Andando el
tiempo nuestro campo sería el de la literatura y en lugar de atender entonces a
los litigios comentábamos lecturas recientes, conversaciones a las que debo
mucho de mi formación literaria.
[ ...]
Por lo anteriormente dicho
se adivinará mi fracaso en la abogacía. En efecto, a los pocos meses tuve que
regresarme a Málaga.
CAPÍTULO IV Aunque sí
estuve en mí antes de haber cumplido veinte años, hasta entonces ni siquiera
intenté reconocerme. Los acontecimientos del mundo exterior apenas si me herían,
sin que ningún suceso llegara a ponerme en carne viva el alma. Bien guardada
debí tenerla y sólo quienes me quisieron la adivinaban a través de mis ojos, en
alguna expresión verbal inconsciente, en actos o impulsos que no pude refrenar,
las flores únicas de mi vida, sometida en aquel tiempo a un desolado ambiente.
Años sin mí, años de una formación que había de derrumbarse. Paredes de una vida
con muy ciegas ventanas, con una dañosa blancura defensora, pueril inocencia
cuya cal y cantos caerían por tierra más tarde, muros opacos que al desaparecer
de pronto no dejaron encajada la luz en sus torpes límites, sino que dándole
libertad la disiparían en una tenue frontera con las sombras.
Yo, que
llegaba aquella noche tarde a mi casa, después de caminar inútilmente, a
deshora, me vi sorprendido con la luz alta de uno de sus balcones, desde donde
me bajó un grito no [sé] si de alegría por mi regreso o de reproche por mi larga
tardanza. Me despertó esa voz. Es a mí, dije. Y al decir «mí», me encontré con
quien soy. Esa voz sigue todavía golpeando insistente contra todas las puertas
de mi alma. Quise subir, volar, llegar hasta los ojos de mi madre. A ella, que
había pasado frío por mi ausencia. En su balcón, entre dos nubes, yo sé que
todavía mi madre está esperándome, rodeada de su tibia luz alta. Aquella noche
es la de hoy. Será una noche eterna.
Ella, al verme, gritó y me tiró a la
calle, envuelta en un periódico, la llave de la casa. Al bajarme a cogerla,
flagelaron mi espalda como látigos sus largos gritos. Subí. Mármoles. Hierros,
cristal, madera, lana. Entré en mi casa a oscuras. Hice la luz. No olvido que
aquella noche fue una noche triste. Mi madre cayó enferma. Yo no dormí. La quise
siempre tanto.
Cuando temí perderla empecé a conocerme, porque empecé a
saber que la quería. Si conoces tu amor ya te conoces. Sabrás siempre quién eres
cuando sepas querer. «Nuestra separación última qué muerte fue tan amarga.» Pero
morir de amor, dejar el cuerpo propio y el ajeno, ganando la libertad del
espíritu, es renacer a un cielo muy difícil. Todavía mi alma sigue desnuda,
desde entonces. Desde ese día supe que yo era un hombre.
Después de haber
rezado a los pies de su cama durante su agonía, me fui a llorar por ella a mi
cuarto, ahogando mis quejidos en la colcha, mojando las tinieblas, sin
encontrarle límites a mi dolor, pareciéndome grandes como el mar o los montes
aquellos muebles con los que tropezaba.
CAPÍTULO V A consecuencia
de [nuestra] primera aventura editorial, decidimos Emilio Prados y yo asociarnos
como impresores. Designamos a Antonio Chávez como regente y así fue cómo nació
la Imprenta Sur, que todavía subsiste y en donde actualmente, treinta años más
tarde, se publica la revista malagueña Caracola. En la Imprenta Sur se
publicaron los primeros romances gitanos de Federico García Lorca. Las primeras
canciones de Rafael Alberti, los primeros libros de Vicente Aleixandre y de Luis
Cernuda y poemas de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Pedro Salinas,
Jorge Guillén y Gerardo Diego. También Emilio Prados y yo publicamos nuestroS
libros. Es curioso hacer notar que los poetas que formaron mi generación y que
figuran desde hace tiempo juntos en multitud de antologías, fueron casi todos
amigos de la infancia y tuvieron en Málaga ocasión de convivir, sin sospechar la
obra en común en que participarían en el futuro.
Emilio Prados y Vicente
Aleixandre estudiaron en el mismo colegio las primeras letras. Rafael Alberti,
sobrino del cura de la parroquia de San Juan de Málaga, jugaba de niño con mi
hermano mayor en mi casa. Federico García Lorca veraneaba todos los años en el
hotel Hernán Cortés, situado enfrente de la casa de mi abuela en la caleta y
muchos días pasaba a recogerme para que tomáramos el baño de mar juntos. Quien
nos reunía a todos en nuestra juventud era José María Hinojosa, que por tener
automóvil en él nos paseaba, llevándonos al campo. Unas veces a sus fincas y
otras veces a lugares pintorescos de nuestra provincia. En esos paseos, Federico
recitaba versos que luego formaron parte de sus libros y otras composiciones no
menos hermosas que se perdieron para siempre.
CAPÍTULO VI [La muerte de
mi madre] inspiró mis primeros poemas, breves elegías que forman el contenido
de mi libro Las islas invitadas,
aparecido en mi primera imprenta, en la Imprenta Sur.
Mi libro tuvo
éxito. Recuerdo con emoción y gratitud las palabras de aliento de Juan Ramón
Jiménez, que reprodujo uno de mis poemas en ia portada de su revista Ley, y las
cartas de José Moreno Villa, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Gerardo Diego,
Federico García Lorca... Mi libro apareció con una dedicatoria al poeta Emilio
Prados, mi gran amigo de la infancia.
Entre los comentarios de la
crítica, recuerdo en la primera plana del ABC de Madrid un artículo de «Azorín»
titulado «España: Altolaguirre» cuya publicación iba a proporcionarme singular
contacto con otro ilustre apellido del conservadurismo español, con una
distinguida escritora, nieta de don Antonio Maura.
El ABC era el
periódico de mayor circulación entre las familias más reaccionarias de la
sociedad española, en cuyo ambiente mis actividades literarias eran
completamente desconocidas. Aquel artículo me supuso una consagración.
A
los pocos días de publicarse recibí uña carta del Director del periódico
malagueño La Unión Mercantil, solicitando mi presencia. Debo anotar que mi padre
fue el primer director de dicho periódico, en cuya redacción siempre se
pronunciaba con cariño y respeto su nombre.
Cuando acudí a la entrevista,
el señor Creixell, director-propietario, me dijo:
-¿Cómo es que, teniendo
Ud. la misma firma que su ilustre padre, no pertenece a nuestro diario? Según
nos ha dicho «Azorín» en un bello artículo, es usted un excelente escritor. Con
verdadero orgullo le propongo que entre en la redacción de nuestro
periódico.
Le agradecí su amable ofrecimiento y mostré buena disposición
para aceptarlo.
-¿Qué debo hacer? -le dije.
-Usted será nuestro
cronista de salones.
Con una sonrisa tímida y comprensiva agradecí
designación tan poco de acuerdo con mis aficiones y aquella noche, en el primer
baile a que asistí, quebrantando mi luto, me desalentó sobremanera el no poder
recordar los nombres de mis conocidos. Tampoco acerté a redactar dos líneas
seguidas con la reseña de fiesta y, dispuesto a renunciar a tan difícil cargo,
me confundí entre los asistentes. Algo anormal debía de expresar mi semblante
cuando una bondadosa prima mía se me acercó para preguntarme lo que me pasaba.
Cuando le dije cuál era mi situación, me ofreció espontáneamente solucionarla,
poniéndose inmediatamente a escribirme la crónica. Cuando me la leyó la encontré
admirable. Sólo ella y yo sabíamos que no estaba escrita en serio. Decidimos
firmarla con el seudónimo de «Silvia y Silvio». El director de La Unión
Mercantil calificó aquel artículo como una obra maestra. Mi colaboradora de
aquella aciaga noche era Constancia de la Mora Maura, primera nieta de don
Antonio, casada entonces con un primo hermano mío, con el que tuvo luego muy
justificadas diferencias (yo serví de testigo favorable a Constancia en su
divorcio). Ahora también comparte con muchos españoles prolongado destierro y es
la autora de un interesante libro sobre España, Doble esplendor, en el que se
habla mucho y mal de mi familia, sin hacer mención de los anteriores detalles,
sin duda por lo poco interesantes.
CAPÍTULO VII Emilio Prados
era mi mejor amigo en Málaga. Con una amistad que en un principio se distinguía
por el interés mutuo en nuestros problemas personales y que luego, asegurado un
recíproco conocimiento, se aventuró en esa búsqueda de lo ajeno, con el intento
de sentir acordes. La amistad tiene siempre una primera etapa de fusión, de
entendimiento, en que juega el principal papel la simpatía. Tuve la suerte de
que tales momentos coincidieran con los más puros años de mi vida, con ese
período de encerrada inocencia, de aprisionado candor vehemente. Cuando hoy me
veo a salvo de aquella apretada angustia, no puedo menos de alegrarme de haber
contado entonces con un amigo como Emilio, que me abrió los ojos a tantas
bellezas, que preparó mi corazón para resistir más tarde los más duros
golpes.
Después de la muerte de mi madre yo no podía contener todo cuanto
sentía. Me despertaba a media noche condenándome por un pequeño olvido. No me
perdonaba el haber pasado una tarde, una mañana, unas horas de la noche, sin
pensar en ella. Como si mi vida fuera sólo un camino para ir a encontrarla. A
Emilio le parecía enfermiza esta dedicación a un recuerdo tan doloroso. No le
gustaba verme atormentado y me reprochaba que mi poesía tuviera como único tema
lo elegíaco, no le parecía pudoroso ni digno que yo utilizara mis sentimientos
para componer unos versos, y sobre la deshumanización del arte hablábamos
largamente. Era de ver entonces cómo el poeta, el gran poeta que era Emilio,
superaba su realidad con las más bellas imágenes. Un simbolismo desconcertante
le apartaba de la vida, mientras yo cada vez más directamente quería encontrar
en ella no sólo la inspiración, sino el tema y el desenlace. No brotaba mi
poesía de lo humano sino que en lo humano se ahogaba y en lo humano perdía todo
ajeno relieve. Aunque con tan distintas intenciones llegáramos los dos a un
mismo punto. Hundido yo en la vida si él se alzaba, mi poesía podría ser su
reflejo, ya que era muy tersa la superficie [...].
Nunca vi corazón más
bondadoso que el suyo, ni carácter más desprendido. Volvía en invierno sin
abrigo a la casa de sus padres porque siendo la noche fría prefería que se
abrigase un mendigo; o recogía en la calle a dos niños abandonados de seis y
cinco años, llevándolos a casa de mi hermana, en donde los vestía para
conducirlos a un colegio. Ya teníamos familia con aquellos dos niños y en los
domingos los juguetes y dulces formaban parte de nuestras
preocupaciones.
Perseguía la belleza por la playa, en el color del mar o
de unos ojos, en los movimientos de las olas, en el andar distraído de los
jóvenes, en la curva de las palmeras, en el calor del aire, en el dolor, en la
alegría.
Era apasionado para el amor y tímido por el contraste entre toda
una vida que quisiera entregar y la miseria triste que de sus grandes dones
aceptaban. Pero ante la incomprensión y sequedad ajenas él seguía traspasando
ternuras, un poco ciego ya ante tanta dureza.
Cuando yo publique, y
espero que sea pronto, la totalidad de su obra poética, voy a ofrecer un alma
tan extensa que tendremos espacio para ir descubriéndola.
Ahora nos vemos
mucho. El otro día me recordaba Emilio el carácter alegre de mi madre, su
entereza, su firme estoicismo, hasta en el duro trance, muy pocas horas antes de
su muerte.
Ella, que estaba moribunda, lo miraba con el mayor cariño,
mientras una religiosa hermanita enfermera le prestaba sus últimos auxilios.
Vuelta de espaldas a mi madre, [la monja] le preparaba una medicina, cuando de
pronto sintió un pellizco bajo el hábito. Era mi enferma, mi madre alegre, que
escondiendo las manos se burlaba de Emilio.
-Pero hombre ¿cómo te atreves
a hacer eso?
Y ella y la monja y Emilio estallaron en risas, porque mi
madre, a pesar de su gravedad, estaba muy alegre. Ya se había confesado, ya
recibió la Eucaristía, la Extremaunción, los santos óleos. Cuando se fue a morir
nos hizo arrodillamos y rezar por su alma. Cada uno de sus hijos nos dispersamos
solos a llorar por su pérdida.
Tanta serenidad ante la muerte también la
pudiera aprender de mi padre, que se murió cuando yo apenas había cumplido los
cinco años. Mi padre era escritor, gran escritor festivo, asiduo redactor de
agudas «croniquillas» en su diario, en La Unión Mercantil, periódico de Málaga.
Cuando murió, el mismo día de su fallecimiento, mandó a la redacción y aún la
conservo impresa, una reseña de su muerte, bajo el título de «Yo cadáver», una
página llena de buen humor como todas las suyas.
Yo tampoco le temo a la
muerte y por eso dejo que salga mi memoria a recibirla, como nos pide en su
poesía nuestro Francisco de Quevedo.
CAPÍTULO VIII Emilio
Prados era novio de mi prima Blanca, pero sus relaciones no se llevaron a feliz
término, al enfermarse él de tuberculosis pulmonar. Para curarse, sus padres le
enviaron al sanatorio Davos en Suiza, el mismo que se describe en La montaña
mágica de Tomás Mann. El ser tísico en aquella época producía verdadero terror
en torno del enfermo. Todos consideraban a Emilio como el enfermo incurable, y
sin embargo, a los pocos meses del tratamiento, regresó saludable y contento.
Durante su período de reclusión recibía carta casi diaria de su novia. Casi
siempre acompañadas de escapularios y estampitas, que tal vez contribuyeron al
milagro. Naturalmente, el amor de Emilio por Blanquita se había acrecentado con
la larga separación y, a su regreso, su primera visita fue para ella. En su casa
le dijeron que ella estaba en el cine. Fue a buscarla y la encontró acompañada.
Aquella misma tarde supo que Blanquita se casaría en breve con Francisco
Hinojosa, rico terrateniente de la provincia, y que había sido inducida a ello
por la seguridad que su familia le había dado de que Emilio era un enfermo
incurable. Si el amor de Emilio por Blanquita desapareció al poco tiempo, tengo
motivos para sospechar que su odio por la familia Hinojosa le hizo concebir una
cruel venganza. Blanquita tenía un cuñado joven, de inclinaciones intelectuales
y románticas. La venganza de Emilio Prados consistió en hacer que José María
Hinojosa se hiciera poeta. Empezó de una manera balbuciente. Escribía breves
poemas de dos o tres líneas, siempre sobre temas del campo. «El vívido, gráfico
poeta agreste», como le llamó Juan Ramón Jiménez, era llamado por nuestro grupo
el poeta «ya está», porque al leer un verso suyo, como por ejemplo:
Manzanita cuajadita a
medias.
al terminar añadía:
-Ya está.
Y hacía
lo mismo al leer las demás sensibles y sinceras poesías de su primera
época.
[Al] poeta «ya está» lo llamaba Federico «la colodra
carpetovetónica» y aunque nunca supimos lo que quiso decir con ello, todos nos
figurábamos a José María como un cíclope de una cordillera salvaje.
Había
motivos suficientes para que la poesía de José María Hinojosa no fuera recibida
con la estimación que creo merece. El que fuera un poeta rico le perjudicaba y
el que fuera, además, generoso motivaba las más violentas envidias. Cuando
Gerardo Diego publicó la revista Carmen, añadió a los cuadernos antológicos de
poesía española un boletín satírico que se titulaba Lola. José María envió
colaboración a Carmen, que no publicaron, y en cambio recibió en Lola la
siguiente letrilla:
Musa tan fachosa non vi en la poesía como
la Hinojosa de José María. Faciendo la vía del super-realismo perdió
la sandía el buen Hinojosa de José María. En un reservado con vanos
pintores con Joaquín Peinado y Francisco Bores duros repartía el
buen Hinojosa de José María.
Estos contratiempos y el análisis
de la verdadera situación literaria del ambiente en que obstinadamente quería
entrar, produjeron en Hinojosa reacciones muy explicables; a la ingratitud, a la
opresión y al conformismo políticos de la generación mía, a la que se le designa
a veces como generación de la dictadura, Hinojosa respondió con una actitud de
rebeldía y con una obra encauzada hacia lo revolucionario. Cronológicamente,
José María Hinojosa es el primer poeta surrealista español y su actitud vital
quedó definida en un manifiesto que desde París envió a sus amigos con la vana
ilusión de que estampáramos nuestras firmas. En dicho documento Hinojosa atacaba
la propiedad, el clero y la familia y soñaba con un mundo mejor, libre de
cadenas. Por cierto que en [...] la carta que acompañaba el manifiesto, donde
repito se atacaba a la familia como institución social, escribió la siguiente
posdata:
«Perdona si he tardado tanto en escribirte, porque he tenido a
mi tía enferma y me he pasado varias noches velándola.»
El poeta José
María Hinojosa era un hombre muy bueno. Cuando José Moreno Villa, que se lo
encontró en París acompañado de su padre, se le acercó para felicitarle por la
publicación de su libro La flor de Californía, Hinojosa se apartó con Moreno
Villa para decirle que no hiciera mención de ese libro, porque su padre se
disgustaría con la noticia de la publicación.
-No debe usted hacer eso
-le dijo Moreno Villa-. Tarde o temprano su padre se enterará. Es mejor que se
lo diga usted personalmente.
Habían subido a todo lo alto de la Torre
Eiffel. En aquella terraza, desde donde se dominaba todo París, Hinojosa creyó
llegado el momento y acercándose a su padre le dijo:
-Papá... papá... que
me parece que me han publicado un libro.
En París Hinojosa tampoco
encontró la solución a sus problemas literarios y morales y realizó un viaje a
Moscú.
Nunca supe cuáles fueron sus reacciones ante la vida en la Unión
Soviética. Pero sin duda al regreso de este viaje tenía suficientes desilusiones
para abandonar el camino emprendido. Con tristeza se refugió en su familia que
era muy bondadosa y afectiva. Siempre había visto mal que el hijo escribiera,
pero cuando se mostró arrepentido de su obra y dispuesto a renunciar a su
vocación, todos se opusieron.
-No, José María, tú tienes mucho talento y
tienes que llegar a ser alguien.
Y la manera de que lo fuera fue la de
financiarle una campaña política para que lograra un escaño en la Cámara de
Diputados.
José María Hinojosa fue candidato del Partido Monárquico en
las elecciones del año de 1936 y al iniciar su campaña política, en uno de los
mítines en donde iba a contradecirse a sí mismo delante de los trabajadores
explotados de sus propias tierras, fue víctima de un sangriento motín que le
costó la vida.
A cuchilladas mataron sus compañeros al poeta que había
soñado durante toda su juventud con una sociedad más justa.
CAPÍTULO IX Otro
surrealista que renunció a la tendencia política revolucionaria fue el pintor
Salvador Dalí. Recientemente unos amigos suyos catalanes refugiados políticos en
México solicitaron de Dalí una colaboración para una revista que tenían en
proyecto. La contestación de Dalí llegó en una tarjeta postal.
Escribió:
«No quiero nada con los vencidos. Salvador Dalí.»
El
autor de esa frase fue íntimo amigo de Federico en la Residencia de Estudiantes,
donde le conocí esforzándose en adquirir una técnica de dibujo a la que debe
hoy en día su fama. Era un muchacho de extraordinaria timidez. Capaz, por lo
mismo, de los mayores atrevimientos. Recibió inspiración para su primera época
de Federico García Lorca y de Luis Buñuel. Dalí puso su técnica al servicio de
estos dos soñadores y más tarde colaboró con Buñuel en dos películas: en El
perro andaluz y en La edad de oro.
Una tarde, estando yo desempeñando un
modesto empleo en la oficina de turismo del Puerto de Málaga, se me presentó
Salvador Dalí con un aspecto que a todos resultaba extraño. Lo recuerdo con la
cabeza completamente pelada al rape. Con su bigotito de siempre; los labios que
parecían pintados y un collar de cuentas azules en el cuello. Me dljo que había
sido invitado por Hinojosa para pintarle un cuadro y que al llamar a la puerta
de su casa se habían negado a recibirle. «Lo peor -me decía- es que mi mujer
está en la manicura desde las 11 de la mañana». Y eran las cuatro. Sin darme por
entendido de los detalles descritos, le acompañé a buscar a Gala. Ella estaba
sentada en el banco de la paciencia con un vestido de bailarina de ballet. Con
una falda de gasa sobre las rodillas y un corpiño ajustado. Tenía entre sus
manos un ramito de rosas de pitiminí. No le hizo ningún reproche a Salvador y
salimos a la calle.
Durante varias cuadras Dalí avanzaba besando en los
labios a Gala y como yo me tenía que mantener un poco aparte de esas efusiones,
aprovechaba la situación para decirles a los amigos que encontraba:
-
Como soy del turismo tengo que atenderlos. Son unos egipcios.
Como Dalí
me enseñó la carta de Hinojosa invitándole y además me expuso que su situación
económica no tenía ninguna salida, los llevé a la casa del poeta. Entré yo
primero y les expuse a los padres las razones por las que debían de atender al
pintor sin darle importancia a la manera cómo iban vestidos, ya que se trataba
de artistas bohemios.
Recuerdo una noche con ellos en el Café de
Chinitas. Una taberna de Málaga de ambiente popular. Se cuenta que en dicho
establecimiento, estando una cantaora cantando la copla que dice:
Quién me pegaría a mí un tirito en mitad del
corazón.
Se levantó en la sala un flamenco que, disparando contra
la artista, la dejó muerta en el escenario, diciendo:
-Yo.
En ese
café, en uno de los palcos laterales, Dalí, Gala, Hinojosa, Prados y yo
asistimos al espectáculo. Una pareja de bailarines actuaban en la escena un
número de éxito. Cuando terminaron de bailar, Gala le compró a la vendedora de
flores un ramito de violetas y, colocando dentro de él uno de los billetes de
mil pesetas que José María les había anticipado por un cuadro, les arrojó el
ramo a los artistas. Cuando los bailarines recibieron el obsequio, dieron
muestras de haber perdido el juicio. Avanzaron desde el escenario hacia el
público gritando:
- ¡Afuera todo el mundo, que ahora empieza la
juerga!
Y lograron con esta imposición que nos quedáramos a solas con
ellos.
Gala vestía aquella noche un modelo francés de traje de noche,
azul celeste con una cola de medio metro, y Salvador Dalí iba de frac. A la
mañana siguiente supimos que Dalí tenía un contrato con un marchant de París que
le pagaba unos miles de francos por dos cuadros al mes. Para cumplir su
compromiso Dalí se detuvo en una ferretería, de cuya fachada sobresalía una
pintura de metal, donde en relieve y con diversos colores, figuraba el
muestrario de toda clase de cohetes pirotécnicos. Entró para comprarlo. Creo que
pagó cincuenta pesos por el cartel y luego en un café con tinta china dibujó
sobre los cohetes en relieve unas hormigas negras y una llave. El resultado de
este trabajo fue enviado a París para cobrar su contrato.
Gala y Dalí
vivieron casi todo el tiempo en Torremolinos, una playa de las cercanías de
Málaga. Ahora de moda; pero en aquellos tiempos no era visitada sino por escasos
turistas extranjeros.
En la arena, al pie del acantilado, encontré a Dalí
y Gala completamente desnudos. Como era invierno yo llevaba un grueso abrigo,
que me estaba algo grande, por ser heredado de mi tío. Gala, estudiando mi
sombra sobre la arena, me echó las cartas con una baraja holandesa. Su vaticinio
fue sobrecogedor, pero no logró asustarme. Le sorprendió mucho que yo no hubiera
encontrado en mi camino a nadie escondido tras las peñas espiándolos, pues se
bañaban así por puro exhibicionismo morboso.
El cuadro que pintó para
Hinojosa nos gustó mucho, pero el día antes de su partida visitó a nuestro amigo
suplicándole que le devolviera el cuadro por unas horas, pues tenía que hacerle
algunas correcciones. Sin duda le faltaba alguna llave o algunas hormigas.
Candorosamente, Hinojosa le entregó el cuadro, que no volvió a ver nunca más en
la vida, a pesar de que le costó bastante caro.
Esto me recuerda una
escena que yo no presencié y que me contaron. Federico García Lorca y Salvador
Dalí querían venderle un cuadro a un diplomático sudamericano y después de
enseñárselo estuvieron varias horas con él en un café tratando de convencerle.
Como no se decidía, Federico le dijo:
-Oiga, ¿me puede usted dar dos
duros?
El diplomático se los dio y Federico puesto de pie le dijo a
Dalí:
-Un duro para ti y otro para mí y vámonos, que este señor es un
pesado.
CAPÍTULO X Llegué a París
después de haber pasado por Hendaya, en donde me detuve para saludar a don
Miguel de Unamuno, con quien pasé tres días. Unamuno, que hablaba siempre de
memoria, que escribía de memoria, después de aprenderse muy bien sus
pensamientos, que nunca improvisaba. «La memoria, nos dice, es la base de la
personalidad individual así como la tradición es la base de la personalidad
colectiva de un pueblo.» La memoria es nada menos que todo eso: la base de la
personalidad. Después de hablar con don Miguel, comprendí la importancia que
para esta gran persona tenía que tener la memoria. y no como tema de
disertación, sino como actividad constante, como ejercicio vital, como recurso.
Unamuno no improvisaba nunca, aunque a veces simulase el tono hablado, desnudo
de oratoria, que le salía tan bien.
«Luchar. ¿Cómo? ¿Tropezáis con uno
que miente?, gritarle en la cara: ¡mentira! y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que
roba?, gritarle: ¡ladrón! y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a
quien oye toda una muchedumbre con la boca abierta?, gritarles: ¡estúpidos! y
¡adelante! ¡Adelante, siempre.»
Estoy seguro que esto lo repitió de
memoria muchas veces, ya que frases así, que a mí me dijo en tono familiar,
luego las encontré reproducidas, impresas, en no sé qué periódico. Me
decía:
«Después de almorzar juego mi partido de mus con tres de mis
mejores amigos de Hendaya, un comerciante en ropas de mujer, un vendedor de
artículos de goma, y un señor carnicero. Me place el carnicero, pues a pesar de
que nunca nos jugamos la plata, pone en el juego todas sus pasiones. ¡Ese
carnicero juega con toda su alma! Para mí la pasión debe ser el eje del
espíritu. Apasionarse es tener derecho a vivir la vida. Lo demás es digerir la
vida sin soñarla.»
Le escuché estas palabras y me acordaba entonces de
que no quiso colaborar con nosotros en el homenaje a Góngora que publicamos en
Litoral, nuestra revista de la Imprenta Sur, porque decía que nada tenía que ver
con la retórica, él, profesor de griego, filósofo como Nietzsche, y como
Nietzsche un profundo desengañado de la ciencia, un gran poeta de la voluntad y
del sentimiento. A pesar de su maestría, vuelvo a repetir que tuvo el mayor
interés en que no le considerara como un artista, ni como un científico. ¡Cómo
defendió por todos los medios su posición de poeta sentimental! Por eso
consideraba como a sus contrarios a los intelectuales, contra quienes recuerda
un famoso pasaje de Lord Byron. En un poema de este gran romántico, Caín le
pregunta a Lucifer, príncipe de los intelectuales: «¿Sois felices?» A la que
Lucifer responde: «Somos poderosos». y Caín replica: «¿Sois felices?» y entonces
el gran intelectual le contesta: «No. ¿Lo eres tú?»
Unamuno escuchó
también las palabras de Satán que le dijo: «Escoge entre el amor y la ciencia.
No hay otra elección.» Unamuno, sin vacilar un momento, menospreció la ciencia y
se puso a compadecerse de todo.
CAPÍTULO XI A Salvador
Dalí y Gala me los volví a encontrar en París, donde la fama del pintor fue
consolidándose. Trabajaba mucho y casi siempre con luz eléctrica. En su casa
comí por una vez erizos de mar. Colaboré con ellos en la confección de objetos
surrealistas. Muy seriamente combinaban zapatos viejos, cepillos de dientes,
borlas de polvos, plumeros y al resultado de esas combinaciones las llamaban
esculturas pornográficas y al taller llegaban los mejores fotógrafos de las
revistas de artes para tomar vistas de tales monstruosidades.
Yo fui por
unos días maestro de tipografía de Gala, porque en París también tuve una
imprenta. Vivía yo como huésped en la casa de una viuda de un coronel. Familia
que tenía varios hijos. Familia muy respetable. Como yo tenía que ganar dinero
para mis gastos, una mañana le pedí permiso a la señora para instalar en mi
cuarto mi máquina de imprimir y ella bondadosamente me lo concedió. Su sorpresa
fue muy grande cuando vio que el ascensor donde yo puse la máquina se quedó
atorado entre dos pisos. La pobre señora había creído que se trataba de una
máquina de escribir. Pero como era más fácil subirla que bajarla, tuvo que
conformarse con que yo la instalara en el cuarto.
Sobre esta imprenta
casera Ramón Gómez de la Serna publicó en La Voz de Madrid un artículo lleno de
sus famosas greguerías. En ellas se contaba que yo con la imprenta en mi cuarto
debía de parecer un monedero falso. Este comentario me produjo disgustos
familiares, pues el artículo fue convertido en noticia y de Málaga me
escribieron mis hermanos reprochándome mi deshonrosa conducta.
En mi
imprenta de París publiqué el libro más breve de que tenga memoria. Constaba de
ocho páginas y aparte de la portada, que llevaba por título Un verso para una
amiga, solamente tenía impresa una palabra en cada una de sus páginas. El total
de la composición dice:
«Escucha mi silencio con tu
boca.»
Hice sin gran esfuerzo la traducción al francés y me pasé
varios días imprimiendo el escueto poema. Fue el mejor negocio editorial de mi
vida, pues aquellas ocho páginas circularon por París como tarjetas de Navidad y
se vendieron bastante. Lo malo fue que en una de las librerías donde tuvo más
éxito el folleto, me entregaron a cambio una primera edición de lujo, ejemplar
numerado, del Ulises de Joyce. La
librería se llamaba Shakespeare & Co., y en ella me presentaron al gran
escritor irlandés, cuyo libro me sirvió como regalo para corresponder a la
invitación que me hizo un amigo de pasar una semana en Suiza.
CAPÍTULO XII En mi
imprenta de París recibí la visita de Rafael Alberti y de María Teresa León.
Hacía poco también que se habían casado. Habían pasado la luna de miel en Palma
de Mallorca, donde Rafael escribió su drama Fermín Galán, cuyo estreno pasó sin
pena ni gloria. A ella le llamaban la George Sand de Burgos, por ser oriunda de
esa ciudad y por su gesto romántico de raptarse su poeta. A Rafael lo conocía yo
desde niño y luego más tarde como uno de los colaboradores más asiduos de la
revista Litoral. Su éxito como poeta rivalizaba con el de Federico García Lorca,
porque además de escribir con un perfecto dominio de lenguaje, tenía grandes
condiciones histriónicas recitando sus versos en salones y tertulias, con éxito
o con escándalo. En un liceo de señoras, donde figuraban las esposas de los
principales escritores de la generación del 98, dio una conferencia criticando a
estos poetas y novelistas. Muchas señoras se levantaron y abandonaron el salón,
mientras el poeta decía:
Ya se van las cabritas dejando sus
cagaditas.
Si esto no tenía gracia demasiado fina, en otras
ocasiones sí supo conquistarse la admiración de todos. En aquel tiempo yo lo
consideraba como un maestro y su visita me fue grata.
No tardaron en
convencerme que la situación económica de ambos era difícil y que tenían que
hacer algo para ganar dinero. No supe qué aconsejarles, pero como solución
pasajera les propuse que me acompañaran a veranear a la Isla de Port Cros, cerca
de Niza, en donde el poeta Julio Supervielle había hecho habitables algunas
habitaciones del ruinoso castillo de Francisco I.
La Isla de Port Cros es
uno de los lugares más hermosos del Mediterráneo. En sus bahías estaban anclados
infinidad de yates. Sus playas son templadas y bellísimas. Invitados por
Supervielle, a quien yo presenté a los Alberti, fuimos los tres aquel verano. De
vez en cuando recibía yo cartas de mi segunda novia, que era granadina. Como yo
le había publicado algunos poemas, ella me escribía casi siempre en un tono
poético, que me agradaba mucho por ser una prueba más de su cariño. En una carta
me decía que soñaba con casarse conmigo y hacer un viaje por oriente en un barco
donde ella, descalza sobre la cubierta, se pasara los días mirando el mar y el
cielo. Soñaba también con que tuviéramos un hijo que naciera con los ojos
abiertos. A mí la carta me gustó mucho, pero a Rafael le produjo tanto coraje
que me hizo una traición tremenda. Dibujó en un papel monstruosas obscenidades y
metiéndolo en un sobre se lo envió por correo a mi novia, de la cual
naturalmente no he vuelto a tener noticias.
Tampoco me gustó el que a la
llegada del gran escritor André Gide, que nos visitó una tarde, lo recibiera
vestido de mujer, pues lo consideré una broma de mal gusto y una falta de
respeto.
Rafael hizo una traducción de un poema de Supervielle con mucho
acierto. Pero lo que no estuvo bien es que pidiera por ella mil francos, ni que
al cobrarlos se dedicara día y noche a traducir las obras completas de nuestro
huésped, [a] quien por ese motivo le resultó demasiado cara nuestra estancia.
Este suceso motivó que yo acortara mis vacaciones, regresándome a París antes de
tiempo.
CAPÍTULO XIII Volví a
Madrid, en donde me admitieron como expedicionario del río Amazonas, expedición
que nunca llegó a realizarse pero que me entretuvo varios meses colaborando en
los preparativos de la marcha, consiguiendo que el «Artabro», nuestro navío,
también tuviera imprenta. <Pero la travesía del Atlántico se dilató algún
tiempo.> Dejé la expedición para casarme. Con Concha Méndez, mi mujer,
continué trabajando en la imprenta, primero en Madrid, con la revista Héroe
(1932] y luego en Londres en donde publicamos la revista 1616 (1934- 35), el año
de la muerte de Shakespeare y de Cervantes. Desde entonces mis libros se
alternan con los suyos. Mi Lenta libertad (1936) con su Niño y sombras (1936).
Mi biografía de Garcilaso (1933] con su teatro infantil El carbón y la rosa
(1935).
Recuerdo que, entre las noticias y comentarios que de nuestra
imprenta se publicaron en España, hubo uno muy notable de Gómez de la Serna, que
publicó una novelesca greguería sobre nuestra imprenta, en la que aparecíamos
como posibles monederos falsos en <nuestro taller imprenta familiar de>
Londres, <cosa que disgustó muchísimo>.
Seguimos publicando
nuestros libros. Del teatro de Concha, de su Solitario, son estos versos dichos
entre el farero y un personaje que representa el tiempo:
TIEMPO: Yo el tiempo doy sobre ti. Caigo sobre
tu memoria como torrente de historia en un mar de frenesí. Desemboco,
aumento así, los mates de mi pasado. En ellos llevo ganado lo que tú
tienes perdido. Son mis aguas el olvido, turbio alud
encenegado.
CAPÍTULO XIV [En Londres
conocí a] un sacerdote italiano, gran escritor y jefe del partido popular
católico de su país, Don Luigi Sturzo, el cual llevaba algunos años de destierro
en Inglaterra. Don Luigi Sturzo era muy asiduo visitante de una anciana señora,
de Mrs Pritchard, que me invitó a que hiciéramos juntos la traducción de un
largo poema dramático de tan notable personalidad: El ciclo de la creación. Con
gusto asistí a las reuniones y emprendimos el trabajo.
CAPÍTULO XV Aquel año de
1936 era yo dueño en Madrid de una pequeña imprenta revolucionaria, que gozaba
de una gran clientela aristocrática. Salían los revolucionarios y entraban los
conservadores. ¡Qué amables eran conmigo los jóvenes poetas que formaban el
romántico cenáculo de «Los Crepúsculos»! Era figura destacada de aquel grupo
Agustín, conde de Foxa, cuyo primer libro de romances macabros, La niña del
caracol, apareció con un prólogo mío. El conde de Foxá era un joven
apasionado que me contaba sus desventuras amorosas, despertándome viva simpatía
por su carácter. Más tarde tuve el disgusto de enterarme de que había llegado a
ser Alcalde de Madrid bajo el régimen de Franco.
Otra poetisa muy
distinguida visitaba la imprenta: Margarita de Pedroso, hija de los condes de
San Esteban del Cañongo, cuyos versos publiqué en preciosa edición de lujo;
aunque no fui yo quien la presentó en la República de las Letras, sino don José
Ortega y Gasset, dando a conocer por primera vez al público una prosa lírica,
«Hacia Galilea», dentro de su acreditada Revista de Occidente.
Alfonso de
Olivares, hermano del marqués de Murrieta, hijo del conde de Artaza, publicó
conmigo un interesante trabajo sobre las pinturas rupestres de la Cueva de
Altamira; Agustín Figueroa, hijo del conde de Romanones, no llegó a publicar
nada, pero favoreció con dinero la edición del libro Los Crepúsculos,
colección de poemas y notas sobre actividades románticas celebradas por el
cenáculo en cementerios o ruinas cercanas a la capital, libro que yo imprimí en
papeles de delicados matices, guardando entre las hojas pensamientos y violetas
cuidadosamente disecados.
Un día me enteré que ciertos excelentes
escritores extranjeros, traductores de mi poesía, se estaban muriendo de hambre.
Fui a visitarles y se me ofreció a los ojos una escena desconsoladora.
Desfallecidos estaban en sus lechos sin haber comido sabe Dios desde cuándo. Les
ayudé con lo que pude, con casi nada, y me fui a ver al vizconde de Mamblas,
distinguido funcionario del gobierno de la República. Era jefe de Relaciones
Culturales del Ministerio de Estado, persona culta y simpática, quien a la
mañana siguiente me proporcionó una grata e inolvidable sorpresa.
Se
presentó muy tempranito en casa y me dijo:
-Vengo de comulgar y quiero
hacer una buena obra. Le ruego entregue sin decir mi nombre esta cesta de
víveres a esos desventurados escritores.
La cesta era magnífica. Estaba
bien repleta de jamones, de fruta, de botellas de vino, de quesos y de
dulces.
-Además, me dijo, puede anunciar a sus amigos que el Ministerio
de Estado, por medio de su departamento de Relaciones Culturales, les concede
una pensión mensual de 500 pesetas, para que puedan continuar sus interesantes
trabajos.
Lleno de agradecimiento, abracé a tan generoso amigo y corrí a
entregar su presente a los poetas menesterosos. Me recibieron con grandes
muestras de alegría y aquella misma tarde me visitaron con un hermoso ramo de
flores y otro valioso regalo para Concha. Se trataba de una maravillosa
pitillera de oro decorada con ópalos, que constituía para ellos un entrañable
recuerdo de familia. La criada desde el fondo del pasillo me llamaba a
voces:
-Venga, señor, venga.
Y en voz más baja me dijo:
-La señora, que ha visto el regalo, dice que no lo quiere, dice que los
ópalos traen muy mala suerte.
Tal vez se ofendieron porque no quisimos
aceptar el presente. Aquí en México he sabido que durante la guerra, ya fuera de
España, colaboraron con gran desinterés y eficacia a favor de la causa
republicana.
No así el vizconde, que abandonó su puesto de trabajo para
pasarse al enemigo. El vizconde vivía en un palacio, al que estuve invitado
varias veces y en cuya preciosa biblioteca figuraban libros míos con expresivas
dedicatorias.
Después del levantamiento militar prefirió salir de Madrid
y su casa fue incautada por un comité revolucionario. En ella se instaló un
hogar de cultura. El vizconde, exiliado en París, recibió la falsa noticia de
que yo, al frente de unas hordas, había saqueado su domicilio. Desmiento
públicamente tal aserto. No llegó a tanto mi ingratitud, si bien es verdad que
me solidaricé con la conducta de los incautadores. Uno de ellos me
dijo:
-Descubrí entre los libros de la biblioteca del vizconde unas
dedicatorias tuyas comprometedoras. Pero no te preocupes, tuve buen cuidado en
destruirlas, porque yo sé que tú eres de los nuestros.
Anterior a esta
imprenta madrileña, tuve imprentas en Málaga (la famosa Imprenta Sur con Emilio
Prados), en París y en Londres. Imprentas de bolsillo, pero de donde salieron
centenares de libros y revistas. Algún día escribiré la historia literaria y
vital de estos talleres. Hoy sólo quiero referirme a la de la calle Viriato en
Madrid, cuyos trabajadores, que eran mis amigos, interrumpían a veces la labor
porque llegaba Rafael Alberti a leerles su última comedia revolucionaria; o
Federico García Larca, que los convidaba a pasteles; o Pablo Neruda, que les
ofrecía unas copas de buen vino.
Los obreros de aquel taller eran
revolucionarios y a mí me parecía tal circunstancia la cosa más natural del
mundo. Un día me dijeron que sus dirigentes tenían que celebrar unas reuniones
clandestinas y me rogaron les permitiese que se celebraran dentro de mi casa. No
pude negarme a tan comprometedor requerimiento y acepté como contraseña para
admitir a los conspiradores unos papelitos cortados en forma misteriosa, cuyos
bordes debieran coincidir con los que me tenían que presentar mis visitantes. No
me dieron a conocer sus nombres. Durante nuestra guerra reconocí a varios
dirigentes del proletariado que habían concurrido a mi poética industria.
Antonio Mitje, del Partido Comunista, era uno de los más asiduos.
CAPÍTULO XVI En la casa de
campo del marqués de Valdeiglesias, en Chamartín de la Rosa, cerca de Madrid, se
celebraba, en los primeros días de junio de 1936, una comida aristocrática. Como
he aprendido algo desde mis tiempos de Silvio y Silvia, voy a intentar una
reseña social del ágape.
Cuando llegué con otros invitados, me recibió
muy gentilmente el hijo de la casa, Luis Escobar «Panza», autor de una fina
comedia que no llegó a leerme nunca. Me acompañó durante el recorrido de los
salones, repartiendo saludos y sonrisas, hasta salir a una elegante terraza,
sobre un espacioso y bien cultivado jardín, en una noche de estío. Delante de un
estanque, donde se reflejaban la luna y gran cantidad de estrellas, habían
colocado una gran mesa redonda con manteles de encaje. Sobre ellos la
cristalería y la vajilla de plata para más de treinta invitados recibían los
destellos de un precioso juego de luces.
Entre los asistentes: la duquesa
de Dato, vestida pobremente de negro, que fue mi introductora en tan selecto
ambiente; la duquesa de Durcal, las marquesas de Argüelles y Urquijo, la condesa
de Yebes y otras damas cuyos nombres siento no recordar.
Entre los
caballeros llamó especialmente mi atención el Director del ABC, don Juan Ignacio
Luca de Tena, quien miraba continuamente su reloj, pues aquella noche debía de
salir en avión para Londres. Luego supuse que tan precipitado viaje tendría
relación con el levantamiento militar que se preparaba.
De Londres
acababa yo de regresar hacía algunos meses y sobre el ambiente intelectual y
político de Inglaterra se me hicieron varias y mal intencionadas preguntas. Yo
las contesté con marcada simpatía por las clases populares, lo cual desconcertó
a casi todos los allí presentes. También se habló de política española. Mejor
dicho, no dejé hablar a nadie, tan insistente e inoportuno me comporté durante
aquella cena. Recuerdo que hice con elocuencia desacostumbrada en mí una
calurosa apología de la figura de don Manuel Azaña. Nadie se tomaba la molestia
de contradecirme. Todos estaban íntimamente de acuerdo en que yo era un poeta
lunático y que mis opiniones tenían todo lo más un valor estético.
Así
pareció confirmármelo don Ignacio Luca de Tena, quien después de mi discurso
profirió tan sólo este cortés comentario:
-Indudablemente, don Manuel
Azaña conoce muy bien a nuestros clásicos.
CAPÍTULO XVII Como si
estuviera ante un telón cerrado estoy al comenzar esta historia. Antes de que se
alce, inquieto me paseo por mi cuarto. Exactamente igual que en aquel invierno
de 1936, cuando detrás del telón verdadero de un teatro de Castellón de la Plana
esperé el instante de enfrentarme con el público. Era yo el director de la
compañía y eran los actores de «La Barraca» de Federico García Lorca los que en
esa noche debían de representar en homenaje suyo su drama romántico Mariana
Pineda.
Procuraba yo tener bien ordenadas en mi mente las frases ya
pensadas y sentidas por mí, en memoria del amigo asesinado. Mi discurso
iniciaría el acto. Luego vendría la representación del drama y ambas cosas
tenían por objeto el compartir y el alentar los sentimientos republicanos de los
asistentes. Estando en esa disposición de ánimo, fui bruscamente sorprendido por
un individuo vulgar y misterioso, que se me acercó para interrogarme. Su mirada
era afectuosa. Su impaciencia, visible. Sin duda había hecho un gran esfuerzo,
tal vez luchando consigo mismo, antes de dirigirme la palabra.
Me
preguntó:
-¿Es usted Manuel Altolaguirre?
Al contestarle yo
afirmativamente, alzándose de puntillas, acercó su cara a mi oído:
-Su
hermano Federico era un hombre muy bueno... Casi siempre salía a pasear solo...
Le gustaba mucho la música... Casi no tenía amigos... Por eso le pasó lo que le
pasó...
Se quedó silencioso, mirándome fijamente a los ojos, y luego,
apretando mi mano con la suya, me entregó un papel muy doblado.
-Aquí
tiene la lista de los asesinos de su hermano. Son del Ateneo Racionalista de
Castellón de la Plana.
Apenas si pude sobreponerme a la impresión
recibida. Cuando volví en mí, el emisario había desaparecido. Sólo tenía ante
mis ojos el muro tembloroso del telón del teatro, que de manera repentina,
obedeciendo al sonido hiriente de un timbre, se alzó con lentitud.
El
teatro estaba ocupado por un público enardecido. Lo sabía yo, no porque lo
viese, sino por el inmenso murmullo en el que me sentía ahogado. Me costaba
trabajo encontrar palabra alguna que decir. Lentamente levanté la vista del
suelo. Rodeado de una niebla de humanidad borrosa, avanzaba hacia mis ojos un
enorme letrero, dibujado con pintura roja sobre una pieza de tela blanca. Decía:
«Ateneo Racionalista de Castellón de la Plana.»
Al apretar los puños,
encontré entre mis dedos el papel de la denuncia. Cada bando de la guerra civil
había asesinado a un hermano mío. Y yo estaba allí para protestar de la muerte
de Federico García Lorca ante los hombres responsables de la muerte de mi otro
hermano Federico . No puedo medir en el recuerdo los minutos de mi
silencio. Aún hoy me parecen interminables; pero una voz que no era la mía, muy
superior a la voz que me pertenece, me hizo decir algo que ahora no recuerdo y
que ignoro si fuera comprendido por alguno de los asistentes.
Escuché
aplausos que me llegaron desde las alturas. Cada vez más hundido, escuché
aquellas manifestaciones. Luego tuvo lugar la representación teatral.
CAPÍTULO XVIII Es difícil
para mí ordenar estos recuerdos. Yo estaba al frente del Teatro Universitario
«La Barraca» por acuerdo de la Alianza de Intelectuales Antifascistas.
Antes de estallar la guerra, existía dicha organización. Tenía por
objeto la defensa de la libertad de la cultura. Formábamos parte de ella un
reducido grupo de escritores y artistas; pero al estallar la guerra civil, se
aumentó considerablemente el número de los afiliados. Por su carácter político
la credencial de miembro de la Alianza era una garantía, ya que, como es sabido,
Madrid durante toda la guerra civil estuvo bajo la autoridad republicana.
Ingresaron en ella agentes propagandistas de los diferentes partidos que, sin
ser escritores, creían cumplir una misión en el nuevo organismo. Entraron en
ella intelectuales que, sin ideales políticos de ninguna clase, necesitaban
disponer de un salvoconducto.
Sospecho la razón por la que nos designaran
a <José Bergamín > y a mí como encargados de incautarnos de un edificio
para que fuera sede de la Alianza. Sin duda el catolicismo de mi amigo lo hacía
sospechoso de ser incapaz de cumplir una misión tan revolucionaria. Por eso le
nombraron. Y a mí, por ser el patrón de un modesto taller de imprenta en donde
trabajaban nueve obreros. Con estos antecedentes burgueses nadie se extrañe de
que, al encontrarnos en la calle, buscásemos un edificio desalquilado para que
nuestra misión fuera menos violenta. Encontramos una casa señorial en La
Castellana. No puedo recordar su aspecto exterior. En mi imaginación se
agigantan los edificios próximos a ella. Bloques de cinco pisos me parecen,
ahora, enormes rascacielos desde cuyas ventanas los infelices escritores
pudieron ser víctimas de los inquilinos de ideas contrarias. De esta mala
situación estratégica no nos dimos cuenta entonces. Sentimos un gran alivio al
descubrir una casa tan amplia desalquilada y como la ceremonia de la incautación
consistía en clavar con cuatro chinches en la puerta de la fachada un documento,
así lo hicimos. Luego, al saludar a la portera, nos percatamos de que estaba
contenta de que fuéramos intelectuales, porque les tenía prevención a los
obreros.
No era la mala situación estratégica el único inconveniente que
tenía la casa. Lo que mis compañeros encontraron peor fue la total ausencia de
muebles. Por esta razón, el día siguiente la Alianza se trasladó a lugar más
confortable, después de tomar el acuerdo de constituir guardias armadas que en
relevos de doce horas defendieran los derechos adquiridos sobre el inmueble. Por
unanimidad se designaron las dos personas que debían cumplir ese cometido la
primera noche: el profesor Rodríguez Moñino, un profesor de filología, y yo. Nos
entregaron fusiles y municiones.
La carencia de muebles hizo que no se
prolongaran las tertulias. Sólo quedó un escaso grupo de conversadores, que
tomaron asiento delante de la portería; casita construida a escasos diez metros
de la puerta de hierro que custodiábamos.
La noche era tranquila. Sólo
llegaba a nosotros el rumor alegre de los que conversaban, pero apenas si
podríamos distinguir sus palabras. Nuestra actitud con el fusil no era del todo
reglamentaria. Ninguno de los dos teníamos aspecto marcial. Estábamos sentados
en el murito de piedra, recostados contra la verja de hierro. Entre nuestras
rodillas el fusil nos molestaba.
Al profesor le asaltó una duda y se
levantó para exponérmela. Me dijo:
-Manolo, ¿tú sabes manejar
esto?
Y como yo le dijera que no, se dispuso a enseñarme. Me obligó con
un gesto a que le prestara una minuciosa atención. Me animaba a que lo
aprendiera todo una sola vez. Colocó el fusil hacia el interior de la
casa.
-Es muy sencillo. Sólo hay que hacer esto. Y disparó.
En el
grupo de los que conversaban se produjo un gran pánico. Resultaron heridas la
portera y su hija. La mamá en la cadera. La hija en un brazo. Afortunadamente
sin gravedad. No me fue difícil conseguir un vehículo para llevarlas al
hospital. Tuve la suerte de que el primer coche que detuve en la calle estaba
ocupado por el Ministro de Guerra. En uno de los automóviles de su séquito subí
a las dos mujeres heridas. Durante el trayecto se mostraban inquietas, no a
causa de sus dolores, ni tampoco por temor a la gravedad de sus lesiones. Algo
les preocupaba, que no se atrevían a decirme. Al fin habló la madre.
-Por
favor, no nos vaya a dejar hospitalizadas. Después que nos curen es
indispensable que volvamos a casa.
Las tranquilizaba yo asegurándoles que
serían curadas y que no tenían por qué preocuparse en nada de lo relacionado con
las atenciones médicas.
-No es eso, señor...
Y me miraban
fijamente al rostro. Yo les correspondía con un gesto que les inspirase
confianza. Continuó:
-En su cara vemos que es usted una buena persona.
Tenemos que volver a casa, porque en el sótano tenemos escondidas a siete
monjas.
Dicho lo cual, esperaron mi reacción con impaciencia. Les hice
ver que les agradecí la confianza que acaban de hacerme, quedando de acuerdo en
que, después de curadas en el hospital, volveríamos a rescatarlas. Yo me
comprometí a conducir a las religiosas al lugar seguro que ellas estimasen por
más conveniente. Mi promesa tranquilizó a las dos mujeres, que casi se olvidaron
de sus dolencias y mostraban un semblante alegre.
Aquella misma noche las
monjas abandonaron su refugio inadecuado y tal vez peligroso, después de que me
prometieron al despedirse que me tendrían presente en sus oraciones. Y yo me
hice la promesa formal de no volver a manejar un arma de
fuego.
Recapacitando en esto, subía las escaleras de la deshabitada casa
para acomodarme en un rincón donde dormir, cuando descubrí en una de sus
estancias, paseándose nerviosamente de un lado a otro, al profesor. Parecía un
hombre fuera de sí. La cabeza erguida, desencajado el cuello y todo él con un
desquiciamiento en su figura que correspondía a su estado de ánimo. Se me acercó
nervioso.
-Manolo, he comprometido mi porvenir. He destrozado mi carrera
universitaria. No tengo más remedio que declararme autor involuntario de las
heridas ocasionadas alas porteras de esta casa.
Esto fue dicho
reposadamente, pero las razones que adujo para apoyar su determinación las
expuso en forma exaltada, gritando a voces y sin dejarse contradecir en nada. Me
di cuenta de que solamente un gesto de solidaridad le devolvería la calma ya
pesar de ser hora avanzada de la noche, le acompañé al juzgado
próximo.
Aún resuenan en mis oídos las frases mal hirientes que nos
dirigieron. El asunto nuestro no interesaba lo más mínimo en aquel juzgado,
donde estaban preocupados por sucesos de mayor importancia. Nos enteramos de que
aquella noche aparecieron en las calles de Madrid más de quinientos cadáveres.
Pero esta explicación no fue la que recibimos, sino frases desenfadadas y
soeces. Mi quijotesco amigo, a pesar de todo, abandonó satisfecho aquel juzgado,
porque creía haber cumplido un deber de conciencia.
Las idas y venidas de
aquella noche de mi primera guardia, con heridos, monjas y con un profesor, no
terminaron todavía. También tuve que acompañar en la madrugada a un muchacho a
quien encontré quejándose de intensos dolores. Nadie se fijó en él en toda la
noche, y sin embargo estaba allí, quejándose en un rincón. Aterrorizado al ver
correr la sangre, había buscado en vano por el suelo la bala del disparo, y al
no encontrarla adquirió la seguridad de que la tenía alojada dentro de su
cuerpo. Decía sentir un fuerte dolor en los riñones. Yo le hacía ver que era
imposible que tuviera la bala dentro, ya que no estaba herido; pero él insistía
en que sus dolores no podían tener otro origen y tuve que llevarle al hospital,
en donde insistimos en que el joven tenía adentro la bala, sin poder mostrar el
orificio de entrada. Los médicos no dudaron en afirmar que los dos estábamos
completamente locos.
CAPÍTULO XIX Pasaron los
meses sin verme precisado a usar ninguna clase de armas. Designado por la
Alianza de Intelectuales como Director del grupo teatral «La Barraca», la
dirección de ensayos y representaciones llenaba principalmente mi
vida.
Una mañana, estando en mi casa, llamaron violentamente a la puerta.
Era uno de mis vecinos y me ofrecía una pistola para que me defendiera. No la
quise. Se mostraba muy alarmado, porque desde su balcón había visto detenerse a
la puerta del edificio un camión militar ocupado principalmente por los obreros
de mi taller, vestidos de milicianos y empuñando sus fusiles.
-No tengo
nada que temer de mis obreros. Me alegraría mucho que vinieran a verme.
A
los pocos minutos los obreros estaban ante nosotros y, con gran asombro de mi
vecino, me entregaban como prueba de afecto una gran cesta de uvas. Aquellos
muchachos, que en su mayor número perdieron la vida 1 en el frente de
Guadarrama, no me trataban como aun patrón, sino como amigo y compañero de
trabajo. Mi vecino suponía con terror que venían a buscarme para darme «el
paseo», como llamaban en Madrid a la manera 2 de dar muerte a un
individuo.
El único largo, triste e interminable paseo fue el que tuve
que dar, el 8 de noviembre de 1936, siguiendo el entierro de Saturnino Ruiz, el
obrero minervista de mi taller, cuyo cadáver bajaron del frente sus compañeros
para que le diéramos sepultura.
En su memoria escribí este
romance:
Estoy mirando mis libros, mis libros, los de
la imprenta, que pasaron por tus manos hoja a hoja, letra a letra.
Pienso en el taller contigo antes de empezar la guerra; pienso en
ti, tan cumplidor delante de la minerva...
El romance a
Saturnino Ruiz, con otros que incitaban a la defensa republicana de la capital
de España, fue publicado en El Mono Azul, semanario de nuestra alianza.
En una junta de la misma, fui nombrado presidente de la sección teatral. Mi
trabajo consistía en dirigir el Teatro Español. La compañía organizada por mí
reunió a los mejores actores. Circulaba el rumor de que la República se proponía
enviar a Sudamérica varias compañías teatrales con fines de propaganda, y que
los elementos de las mismas saldrían del grupo con el que yo pensaba inaugurar
la temporada. Indudablemente, este fue uno de los motivos, si no el principal,
del entusiasmo republicano de los actores. Encubrían con esta actitud; la
secreta esperanza de escapar del teatro de la guerra a escenarios menos
peligrosos.
Con una farsa anticlerical de Rafael Alberti y una farsa
burguesa de Ramón J. Sender inició la compañía sus labores. En esta última pieza
el actor Francisco Fuentes tenía que morir en escena después de tragarse la
llave del arca en que guardaba su tesoro. La agonía del avaro resulta
insoportable al público. A la mañana siguiente, desde mi despacho de Director,
escuché una gran algarabía en la calle, que crecía por momentos, a medida que se
acercaba una enorme manifestación obrera. Desfilaron ante mis ojos varios miles
de trabajadores gritando:
Un, dos, tres, cuatro, que se cierren los
teatros. Un, dos, tres, cuatro, que se cierren los
teatros.
Marcaban el paso y levantaban la vista hacia la soberbia
fachada del coliseo. Yo me retiré avergonzado del balcón y sentí una deprimente
sensación de ánimo [sic], parecida sin duda ala de un rey cuyos vasallos
clamaran porque renunciara al trono. Si mi teatro cortesano terminó de un modo
casi plebiscitario, el teatro popular de «La Barraca» tuvo en cambio un comienzo
entusiasta.
Meses antes del comienzo de la guerra, tenía yo en prensa el
libro Poeta en New York de Federico García Lorca. Anteriormente había
salido de mi imprenta el libro de Luis Cernuda titulado La realidad y el
deseo, que había constituido una revelación para la crítica y el público. El
entusiasmo sobre este libro llevó a Federico García Lorca a elogiarlo
sinceramente desde la radio y en la prensa. En un banquete que le fue ofrecido a
su autor, fue también Federico quien hizo el ofrecimiento, con palabras de
homenaje que figuran en sus obras completas. Unos versos de La realidad y el
deseo son el lema de Poeta en New York. Federico llegó aquella mañana muy
temprano a casa. Lo hacía con bastante frecuencia, pero nunca tan de mañana.
Traía consigo todos los manuscritos de sus poesías y me dijo:
-Voy a leer
durante todo el día, traigo todos mis poemas. Quiero que tú y Luis os déis
cuenta de que también yo soy un gran poeta.
Aquel gesto de bondad, de
simpatía y de homenaje a Luis Cernuda hizo que Federico García Lorca, durante un
día inolvidable, [leyera] desde sus versos juveniles hasta sus últimos
Sonetos del amor oscuro. Aquella lectura fue una sentimental despedida de
sus versos. Al día siguiente se fue para Granada, su ciudad natal, de donde no
regresó nunca. La noticia de su muerte nos parecía increíble. A fuerza de
inverosímil pensamos en ella de continuo; pero la confirmación no tardó en
llegar. Poetas, estudiantes y actores redoblamos en su memoria nuestra adhesión
a la República. En Madrid, en los pueblos, en los frentes de batalla, los
estudiantes de "La Barraca" fueron conmigo a representar teatro.
Eran
casi todos muy jóvenes. Una de las muchachas apenas si contaba 15 años de edad.
Era hija de un músico notable, que no supo calcular los peligros que una
muchacha tan ingenua y bondadosa podía correr en aquellas circunstancias. Una
tarde la muchacha, a quien llamaremos Alicia, creyó llegado el momento de
hacerme un ruego y una confidencia. Me suplicó, casi con lágrimas en los ojos,
que procurara que nuestra compafiía hiciera algunas representaciones fuera de
Madrid en los días finales de la semana. Le dije que sí, tan pronto como tuve
conocimiento de las razones que la obligaban a su súplica. Era una mezcla de
temor y de esperanza. Temía que su madre pudiera darse cuenta en esos días de la
falta de su período menstrual. Enamorada de un miliciano, no había hecho nada
para evitar el tener un hijo.
Yo estaba entre bastidores vigilando la
actuación de los actores, que al aire libre, en un escenario improvisado en la
plaza de un pueblo, representaban los Entremeses de Cervantes. Alicia, que
estaba actuando con gran naturalidad, volvió de pronto su rostro hacia mí. Yo
creía que me reclamaba el pie de alguna frase y me apresuré a consultar el texto
que tenía entre mis manos, cuando ella, con un significativo gesto, me comunicó
que ya no había motivo de alarma en relación con la posible descendencia. Luego
me pareció que se quedaba triste. Al recobrar la tranquilidad, había perdido una
ilusión muy hermosa.
CAPÍTULO XX Por aquellos
días sucedió algo que hizo que yo [ ...] sintiera arrepentimiento de mi oficio
de escritor. De buena gana, conforme me enteré del caso, hubiera preferido no
haber escrito nunca.
El motivo fue una carta que recibí, acompañando un
pequeño paquete, desde las oficinas de las milicias de cultura. Y recuerdo
emocionado su contenido, que tanta inquietud y satisfacción me
produjo.
La lucha era muy intensa en el campo de la Ciudad universitaria,
en tierra de nadie, entre los dos fuegos, estaba la casa de Vicente Aleixandre,
gran poeta y uno de mis más entrañables amigos; casa deshabitada, naturalmente
combatida por el fuego de la artillería y los fusiles de los dos bandos y en
cuyo interior supusieron que se encontrasen obras de arte, libros y originales
inéditos del mismo Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, de Pablo Neruda y
los míos, que fueron recibidos con la antedicha carta. En ella se decía que, por
salvar entre otras cosas mis poemas inéditos, habían expuesto heroicamente su
vida unos cuantos milicianos. Gesto admirable que no olvidaré nunca, pero que me
produjo al mismo tiempo una justificadísima tristeza. Los poemas salvados,
leídos con serenidad, no merecían una gota de sangre.
Por salvarle la
vida a un solo hombre soy capaz de no volver a escribir una línea.
CAPÍTULO XXI La noticia
que recibí por carta me dejó sin dormir toda la noche. Me llegaba de Málaga. Se
refería a Gracita, el amor de mi adolescencia. La novia de mi primera juventud,
a quien quise mucho. Nunca conocí a nadie con un aspecto de felicidad exterior
como la suya. En su familia la fortuna había entrado a raudales. Era su tío el
inventor de un específico maravilloso que conquistó el mercado mundial en pocos
meses. Su padre, que ara oriundo de Santo Domingo, conocía la técnica
publicitaria norteamericana y, asociado con su hermano el inventor, amasaron una
gran fortuna. Gracita tuvo una juventud llena de regalos. Gozaba infantilmente
estrenando en cada reunión un traje. Después de una comida espléndida en su
casa, me hicieron fumar un puro habano y para encenderlo disparaban un pequeño
cañón en miniatura, que era un prodigio de artesanía. Yo disfrutaba como ella de
todas estas sorpresas provincianas. Pero a medida que pasaba el tiempo y que se
acrecentaba nuestro cariño, con más claridad veía yo la imposibilidad de casarme
con ella. A veces quería descansar de mí y me inventaba cualquier motivo para
mantenerme alejado. Yo me resignaba a no verla. Sabía que en esos ratos se
dedicaba a bailar y coquetear con muchachos de mejor carácter que el mío. Ahora,
al pensar en ella, siento una sensación dolorosa al recordar un reproche que me
hizo su madre. Una tarde en que Gracita no estaba, me dijo:
-Usted es el
primer hombre que ha hecho llorar a mi hija.
Para complacerle, dejé
Málaga para ir a estudiar Ciencias Políticas en la Universidad de París. El
motivo de mi viaje era mejorar mi preparación para presentarme en las
oposiciones al Cuerpo Diplomático. Me inclinaba hacia esos estudios el pensar
que Gracia sería feliz en el ambiente social de mi carrera.
Una vez en
París, nuestra correspondencia fue cada vez menos frecuente, hasta que un día de
manera repentina recibí la participación de su boda. Se casaba con un oficial de
la Marina de Guerra que había visitado el puerto de Málaga en su acorazado.
Entre un diplomático y un marino de guerra eligió al segundo. Le escribí
felicitándoles y ahora, en esta noche, cuando recibo la noticia de su muerte,
pienso que mis sentimientos eran sinceros.
Era la Navidad de 1936 y su
padre la llevó a Cádiz en su automóvil. Su marido estaba de guardia sobre el
puente del barco. Un Cadillac oscuro, que iba a tener el oficio de un ataúd,
avanzaba hacia el muelle. El padre de mi primera novia, distraído, mirando a su
yerno, que saludaba desde la cubierta, no enfrenó a tiempo el automóvil y se
hundió en el mar a una profundidad de cincuenta metros. Gracita y su padre
murieron en el fondo del mar. Esta es la noticia que no me dejó dormir aquella
noche.
CAPÍTULO XXII Intentemos
poner en mejor orden mis recuerdos [ ...] Mi mujer y mi hija se fueron a Londres
antes de mi fuga a Valencia, pero aún tuve tiempo de encontrarlas otra vez antes
de que embarcasen. Los días que pasamos juntos vivimos en una casa de la calle
de Sordi que pertenecía a una familia muy bondadosa y agradable. Nos facilitó
dicho alojamiento el gran comediógrafo Carlos Arniches.
Los dueños de
dicha casa no me permitieron que la abandonase una vez que me quedé solo. Mi
familia se fue en un barco de guerra de su Majestad Británica, con tanta
oportunidad que [...].
[ ...] Se desplomaron techos y tabiques,
abriéndose con gran estrépito el balcón de mi cuarto, por donde penetraron entre
polvo y humo infinidad de escombros. Toda esa destrucción cubrió materialmente
la cuna, afortunadamente sin ella, de mi niña, lo que me movió a escribirle a mi
mujer una carta felicitándola. A la cual me contestó ella con otra donde me
refería este no menos emocionante episodio.
Viajaba de Marsella a París
con su hija en los brazos y tal vez por eso era objeto de las atenciones más
delicadas y solícitas por parte de una dama francesa que la compadecía
muchísimo. Esta señora se ofreció para ayudarla en todo lo referente a equipaje,
busca de hotel, etc.
-Yo que voy por fin a reunirme con mi hija, que hace
tres meses salió de casa en viaje de boda. Y con esta alegría y esperanza
trataba de consolar a mi mujer de su separación.
Pero el destino tiene
sorpresas y esta vez fue muy triste lo ocurrido. Al bajar del tren en París,
Concha, que confiaba [en] su ayuda para lo del equipaje, notó que la buena
señora había desaparecido. La buscó por los andenes y por fin la encontró hecha
un mar de lágrimas, abrazada aun hombre vestido de riguroso luto. Era su yerno,
que la esperaba para darle la noticia del repentino fallecimiento de su hija.
Nadie sabe dónde el dolor espera.
CAPÍTULO XXIII Entre las
actrices de la compañía estudiantil «La Barraca», se destacaba una preciosa
muchacha morena, a la que llamábamos «La Venadita». Era extremadamente delgada.
De piel de un ligero tinte verde aceituna, con unos almendrados ojos negros.
Vivía sola, pues con motivo de la guerra había quedado separada de sus padres y
sus hermanos, que habitaban en la zona rebelde. La menciono porque fui testigo
de la gran pasión que despertó en uno de mis mejores amigos. Todas las mañanas,
cuando desayunábamos juntos en un comedor especial que el Socorro Rojo
Internacional instaló para los intelectuales, mi amigo no probaba bocado de la
ración que le correspondía y diariamente salía de ese comedor con la jarrita de
leche humeante y los panecillos y, tomando un tranvía, recorría gran parte de la
ciudad hasta la casa de la muchacha. Subía tres pisos de empinadas escaleras y
dejaba a la puerta del departamento el desayuno para su amada. Esto sucedió
durante varios meses y nunca La Venadita supo quién fue su abastecedor
matutino.
En contraste con este recuerdo, me sobrecoge pensar en mi
encuentro con la poetisa Margarita Cañedo, que con la razón perdida, despeinada
y mostrando desgarrados sus antiguos vestidos, se me apareció en una calle de
Valencia. Había sido, en tiempo de la monarquía, amante de un infante de España,
que la colmó de riquezas. Vivía en un palacete con fachada de mármol y lucía
lujosas alhajas cuando asistía a los teatros. Sin duda el desvío de su amante
hizo que adoptara ideas republicanas. Para congraciarse con el nuevo régimen,
hacía alarde de ideas revolucionarias, frecuentando el Ateneo y otros círculos
de intelectuales. En mi imprenta edité su libro de poemas titulado Pez en la
Tierra. Se trataba de una serie de composiciones bien escritas que
expresaban sensaciones eróticas. Su autora daba la siguiente explicación del
título:
-Como un «pez en la tierra» es la mujer enamorada. Así se
mueve.
Recuerdo que este libro fue comentado por la crítica del modo
siguiente:
-Paz en la Tierra es un libro de profundos sentimientos
religiosos.
El crítico, al leer «Paz» y no «Pez», equivocó el sentido de
la obra.
Margarita Cañedo no pudo resistir el ambiente de la guerra. Se
sentía sola, sin comprender la razón de los acontecimientos y con un terror
inmenso por el porvenir.
CAPÍTULO XXIV El día del
estreno en Valencia de mi obra El triunfo de
las Germanías, recibí la noticia de la caída de Málaga, mi ciudad natal,
en poder de los franquistas. Esa contrariedad fue compensada por un verdadero
éxito de mi obra. Aunque el teatro estaba completamente lleno y en los palcos
estaban gran número de Ministros del Gobierno, yo sentía que mi obra no tenía
otros valores que los que le concedían las circunstancias.
Don Jacinto
Benavente me aconsejó durante algunos de los ensayos. La obra fue escrita por mí
en dos actos; pero José Bergamín, sin duda con acierto, dijo que necesitaba el
acto central. Suyas fueron las principales escenas de dicho acto y la revisión
total de la obra. Nunca se había presentado en Valencia una obra teatral con
decorados tan espléndidos. Fueron diseñados por Alberto, un escultor de gran
talento que había iniciado su oficio en una panadería. Alberto, cuyos dibujos y
esculturas tuvieron gran éxito en Madrid en los años 1934 y 1935, era un
artesano hábil que, de un arte popular libre y sencillo, llegó a conseguir lo
más depurado de la escultura abstracta española. Sin embargo, sus decorados
fueron realistas. Grandes telones con toda la profundidad de los llanos y cielos
de Castilla. Un atrevido mar que avanzaba en primer término hacia los
espectadores, teniendo como fondo una corpórea fragata, llena de velámenes
confusos. Una plaza de Burgos llena de rejas y cadenas. Otra plaza de Valencia
llena de luz y de naranjos.
Cuando don Querubín de Centellas, caballero
de Carlos V, huyendo de los amotinados, buscó refugio en el lugar sagrado de una
iglesia, la plaza valenciana se llenó de los agermanados insurrectos. Delante
del decorado que representaba la puerta de la iglesia, pedían a gritos la cabeza
de don Querubín.
El público de mi obra seguía con interés la escena,
cuando de pronto, para calmar a los revolucionarios, se abrió la puerta de la
iglesia y apareció en ella un actor vestido de obispo, con mitra y capa pluvial,
sosteniendo en sus manos una custodia; de esa manera pensaba obtener el
respeto para la vida del refugiado y no solamente consiguió que dieran unos
pasos atrás los manifestantes, sino que pude presenciar desde los bastidores
cómo parte del público de la sala se levantaba y, arrodillándose, transformaba
un acto republicano en una manifestación de fe católica.
Algunas de las
escenas de la obra pertenecían a la tragedia clásica española de Miguel de
Cervantes, El Cerco de Numancia, y con razón el público supo distinguir la
calidad de este pasaje, aplaudiendo al final de un acto. La escena representaba
a una madre llevando a su hijo mayor de la mano y, en brazos, al pequeñito.
Atravesaba el salón diciendo estos versos cervantinos:
¿Qué mamas, triste criatura? ¿No sientes que,
a mi despecho, sacas de mi flaco pecho por leche, la sangre pura? Lleva
la carne a pedazos, y procura de hartarte que no pueden ya llevarte mis
flacos, cansados brazos... ¡Oh, guerra, maldita guerra!
Cuando
se produjo esta exclamación, el público inició los aplausos, que no debieron de
ser del agrado del Ministro de Instrucción Pública, que estaba presente en el
acto, puesto que al día siguiente, al hacer el comentario del estreno, me dijo
amistosamente:
-No comprendo cómo un poeta tan bueno como usted, haya
podido escribir unos versos tan malos como los de ese segundo
acto.
Y como ya tengo dicho, esos versos eran de Miguel de
Cervantes.
CAPÍTULO XXV Con ese mismo
Ministro de Instrucción Pública tuve meses más tarde un incidente desagradable.
Estando en Barcelona, mi amigo Corpus Barga, el Jefe de Relaciones Culturales de
ese Ministerio, tuvo que salir de España a cumplir una misión confidencial. Era
un gran escritor, que pertenecía a la más antigua aristocracia española. Varios
títulos nobiliarios y la grandeza de España hubiera podido ostentar de haber
militado en las filas contrarias; pero su amor por la libertad y la democracia
hacía que estuviera con nosotros. Me suplicó que ocupara su puesto. Me
dijo:
-El puesto es de responsabilidad, pues suelen visitarnos escritores
de todas partes del mundo y no quisiera ser reemplazado por un
ignorante.
Acepté. Instalado en mi oficina me preparaba a despachar la
correspondencia cuando vi que en la pieza vecina una atractiva muchacha ordenaba
infinidad de revistas y folletos que estaban desordenados en el suelo. Me creí
obligado a compartir la tarea. Me acerqué a la secretaria y, arrodillado también
en el suelo, empecé a clasificar con ella folletos y revistas. Me pareció por un
momento que éramos como dos niños jugando en una habitación. De este sentimiento
infantil sentí el despertar de la adolescencia y, sin saber cómo, en un momento
en que nuestras cabezas buscaban el título de un libro, se juntaron
repentinamente nuestros labios. La escena no podía continuar en aquella postura
y poco a poco nos fuimos incorporando, uniendo nuestros cuerpos, abrazándonos
con inconsciente pasión. No nos dábamos cuenta de que estábamos delante de un
gran ventanal con cristales esmerilados y que una luz contraria hacía que
nuestras figuras enlazadas se recortaran con claridad. En ese momento por el
ascensor del patio subía un empleado, que fue testigo de la escena y con
indignación presentó sus quejas al Ministro.
No supe de esta denuncia
hasta el regreso de mi amigo, quien encarándose conmigo la misma mañana de su
llegada, me preguntó si era cierto lo que le habían dicho. En defensa de la
muchacha negué calurosamente el suceso y, tranquilizado con mis palabras, fue a
desmentir la acusación ante su jefe. No transcurrió media hora sin que el
Ministro y el Subsecretario, acompañados del denunciante, se presentaran en la
oficina; y el Ministro y el Subsecretario, delante del cristal esmerilado y
siguiendo las indicaciones del denunciante, que actuaba como director de la
escena, se abrazaron. Por mucho que me remuerda la conciencia por mi falta,
siento vergüenza por la actitud ridícula asumida por unos funcionarios que
debieron dedicar su tiempo a labores más provechosas que a hacer investigaciones
amorosas.
CAPÍTULO XXVI Al cumplir
mis 33 años averigüé que me alcanzaba la Ley del Servicio Militar y que era
obligación mía presentarme en el lugar de reclutamiento, que era la plaza de
toros. Estaba el ruedo lleno de multitud de reclutas. Apenas estuvimos unas
horas recibiendo las primeras nociones de la instrucción militar. Hacinados en
camiones fuimos conducidos al frente.
No tardaron en descubrir que yo era
un escritor y me ordenaron que me presentara en el cuartel general del Estado
Mayor. No dejó de extrañarme el que mi nombre tuviera cierta significación en
aquellas circunstancias. Un incidente tragicómico me había hecho tener días
antes un pobre concepto de mi popularidad. Estando sentado en un café, al aire
libre, tuvo lugar una redada de la policía que buscaba elementos sospechosos.
Entre inocentes y culpables fui conducido a la Delegación. Un inspector nos fue
recibiendo uno por uno. Cuando me llegó mi turno tuve que contestar a un
interrogatorio. Al decir mi nombre, el Inspector hizo un gesto que me llenó de
vanagloria, dijo:
-Me suena, me suena.
Yo le contesté:
-No
me extraña, porque soy escritor.
Pero el Inspector no hizo caso de mis
palabras y tocó nerviosamente un timbre diciéndole a su ayudante:
-Me
parece que éste fue detenido la semana pasada. Busca su
expediente.
Afortunadamente todo quedó aclarado y yo convencido de que el
prestigio de mi obra no había llegado a ciertos sectores.
En el frente
sucedió de otra manera:
Mientras la mayoría de mis compañeros de quinta
dormían a la intemperie en las trincheras de la libertad, yo asistí aquella
tarde a una suculenta comida en la misma mesa que los altos oficiales. Algo
sucedió que me dejó un sinsabor en el recuerdo. El Coronel, para agradarme,
ordenó a uno de sus ayudantes que recitara en honor mío «La casada infiel» de
Federico García Lorca. Siempre me fue antipática la popularidad de dicha
composición. Pero en aquel ambiente su sensualismo artificioso y su retórica
populista me parecieron abominables. Y, sin embargo, el gesto de mi jefe fue de
una gran delicadeza para conmigo. El infierno está empedrado de buenas
intenciones.
Estuve unos días en plan de poeta cortesano. Lo era porque
mi vida transcurría al amparo del alto mando. Admiré el sentido de
responsabilidad con que se comportaba el Estado Mayor. Participé en sus
inquietudes, pero no en los riesgos. Sentía yo que mi obra me defendía, como la
corta edad defiende a los niños, como la belleza defiende a las mujeres; y una
mañana me dije que las cosas no podían seguir así y que yo tenía que hacer
algo.
Me confiaron hacer labor cultural en el ejército. El Comisario que
me acompañó en mis primeras labores era un joven que carecía por completo del
sentido de la medida.
Fue desmesurada la presentación que hizo de mi
personalidad ante el primer grupo de combatientes que tuvo oportunidad de
escucharme. Cuando llegamos a un hangar en donde trabajaban un centenar de
soldados en las reparaciones mecánicas de aparatos de telecomunicaciones, con
voz de mando los congregó en torno mío:
-Camaradas, aquí está con
nosotros un intelectual que lo sabe todo. De manera que podéis preguntarle lo
que queráis.
Aquellas palabras me desconcertaron y por un momento temí
que el auditorio obedeciera y yo quedara en ridículo por mi ignorancia. Pero
nadie me preguntó nada. El comisario continuó:
-En vista de que nadie te
pregunta nada, yo voy a permitirme plantearte una cuestión: quiero que nos digas
cuál es en tu sentir la misión de un intelectual durante la
guerra.
Reflexioné unos instantes. Quería ser sincero y honrado. Llevaba
yo ya una semana de ocio. Ni trabajaba como aquellos hombres, ni corría los
peligros del frente. No tuve más remedio que expresarme así:
-No creo que
el hecho de ser intelectual nos desligue de ninguna de las obligaciones que
todos los hombres por igual tienen con la patria. Y el intelectual que
valiéndose de su prestigio elude dichas obligaciones, yo creo que es un
sinvergüenza.
No quise decir una palabra tan fuerte, pero se me escapó
porque no encontré otra.
Olvidé decir antes que con el comisario nos
acompañaba un sastre de Valencia. Era un buen muchacho, que no había escrito una
línea en su vida y que, sin embargo, figuraba como escritor prestigioso. Al
escuchar mis palabras, gritó lleno de indignación:
-Protesto en nombre de
los intelectuales.
Tuve que continuar mi discurso. Yo me creía ante una
representación genuina del proletariado industrial y del campesinado de España.
Llevé mi discurso aun tono sentimental y lírico. Exhortaba a los obreros de la
ciudad a que tomaran contacto con las maravillas de la naturaleza con motivo del
eventual abandono de las urbes. Exhortaba a los campesinos a que, durante sus
días de licencia admirasen el progreso industrial de las
ciudades.
-Obreros, campesinos...
Repetía yo a cada paso y al
terminar vine a enterarme que aquellos hombres que trabajaban como mecánicos
eran ingenieros, abogados y arquitectos. Establecida la confianza entre
nosotros, me preguntaron sobre la última obra de Stravinski, que naturalmente yo
desconocía, y por la última novela de Tomás Mann, cuyo título también
ignoraba.
CAPÍTULO XXVII En el XI
Cuerpo del Ejército, terminé desempeñando de nuevo mi oficio de impresor. Ante
mi insistencia por trabajar, mis jefes me trajeron hasta un lugar próximo al
puesto de mando un pequeño taller de imprenta y nadie puede imaginar mi alegría
cuando vi llegar sobre un camión los chivaletes, las cajas, la prensa, el papel,
las tintas. Todo lo coloqué lo mejor que pude en una habitación muy rústica y
pequeña planta baja de un granero o pajar techado pero sin paredes, en donde
decidí acondicionar un lecho, que el primer día estaba formado por periódicos y
cartones, sobre los que dormí hasta que me trajeron una verdadera
cama.
[En la imprenta] imprimíamos un boletín diario, que acompañábamos
semanalmente con una hoja literaria titulada Los Lunes del Combatiente. En dicha
publicación aparecían romances y canciones tradicionales, antologías de poetas
contemporáneos y alguna que otra colaboración inédita; pero tengo que referirme
al modo que tuvimos que aprovisionarnos de papel para esta empresa. Para ello
nos lanzamos a la ofensiva. En la tierra de nadie, entre las dos líneas de
fuego, a la orilla de un tranquilo riachuelo, existía un pequeño molino de
papel. Nunca ningún ejército lo hubiera considerado lugar estratégico; pero para
mí tenía una importancia excepcional. Sin derramamiento de sangre y sin tener
necesidad de disparar un solo tiro, nos apoderamos del reducto. El papel que se
fabricaba en ese molino era un papel precioso. Los trapos viejos triturados y
blanqueados se transformaban en hojas blanquísimas de papel hilo con
transparentes marcas de agua. Papel que salía hoja a hoja y que eran colgadas de
los cordeles con los mismos ganchos con que las lavanderas cuelgan la ropa
limpia. Producción limitada pero sorprendente. El boletín del Cuerpo de Ejército
y su suplemento literario fueron impresos en ese papel de lujo. También editamos
varios libros. Entre ellos España en el
corazón, de Pablo Neruda; como materia prima para el papel de ese libro
se usaron banderas enemigas, chilabas de moros y uniformes de soldados italianos
y alemanes. Después de la guerra un ejemplar de dicho libro figuró en una de las
vitrinas de la Biblioteca del Senado de Washington y su portada apareció
reproducida en la primera página del catálogo de dicha biblioteca en 1940. Un
verdadero tesoro bibliográfico.
CAPÍTULO XXVIII Un día
recibí una invitación para comer del coronel Alcázar. Pertenecía al Cuerpo de
Intendencia y era de suponer que su mesa estuviese bien servida. Malagueño como
yo, tenía interés en obsequiarme. Tuve que caminar varios kilómetros hasta
llegar al pueblo en donde tenía su alojamiento. Llevaba meses alimentándome casi
exclusivamente de lentejas y arroz, que yo mismo cocinaba para mí y mis
compañeros impresores. La larga caminata tuvo su recompensa, comí y bebí
espléndidamente. Con el estómago lleno y la cabeza alterada por los efectos del
alcohol inicié mi regreso a través del campo.
Solitario y alegre bajo un
cielo cuajado de estrellas, recorría las veredas o atravesaba a campo traviesa
los sembrados en dirección de mi imprenta. Nunca me pareció más alegre la
noche.
La imprenta estaba instalada en un destartalado granero y nuestros
colchones estaban tendidos en un tapanco de madera a una altura de cuatro metros
del suelo. Dando traspies subí la rústica escalera, pero al encontrarme en lo
alto, la oscuridad eran tan profunda que me detuve antes de dar unos pasos en
busca de mi colchón. Mis ojos no se acostumbraban a la oscuridad y no tuve más
remedio que recurrir al tacto para explorar el terreno, con tan mala fortuna que
di un paso en falso y me lancé al vacío. Cuando despertaron mis compañeros me
encontraron con el conocimiento perdido sobre el pavimento. Alarmados por las
consecuencias del golpe, llamaron por teléfono a una ambulancia militar, que me
condujo inmediatamente al hospital de campaña. Milagrosamente, no me encontraron
ningún hueso roto, pero los doctores se mostraron alarmados por una persistente
fiebre que se me presentaba todas las tardes. Cuando se determinó mi traslado a
un hospital de la retaguardia, intervino mi amigo el coronel Alcázar. Pensaba, y
no sin razón, que lo que yo necesitaba era descanso y alimentación abundante.
Había sido testigo de mi voracidad ante los alimentos que me ofreció en su cena,
y decidió, de acuerdo con los médicos, recluirme en un centro de abastecimiento
en Guissona. Allí me condujeron, en compañía de una buena señora que haría
conmigo las veces de enfermera y de criada. El lugar era saludable. Las
habitaciones, limpias. El paisaje, encantador; pero a través de mis ventanas
tuve el horror de presenciar un espectáculo dantesco: en aquella granja se
habían acumulado centenares de vacas, miles de gallinas, grandes piaras de
cerdos, innumerables rebaños de ovejas y toda esa riqueza ganadera y avícola
estaba cercada en torno a mi residencia. Me traían la leche en cubos para que
bebiera hasta saciarme. Me servían docenas de huevos. Sacrificaban para mí
pollos, conejos y lechones, pero cada mañana, a través de los cristales de la
ventana de mi cuarto, observaba yo las desesperadas actitudes de los animales
hambrientos. Una deficiencia en el servicio de abastos hacía que
todos estuvieran pasando hambre desde que llegué. No me consolaba las ventajas
de mi sobrealimentación, porque el espectáculo era irresistible. Supliqué por
teléfono al coronel Alcázar que me permitiera trasladarme a otro lugar. Prefería
una convalecencia peor nutrida a ser testigo de aquel drama.
CAPÍTULO XXIX Nube temporal, llamado así porque es libro en
el aire, triste, como de invierno, con algunos poemas temporales, otros menos
airados, otros más permanentes en lo que quede de mi obra, si es que algo queda;
poesía que no me deja ver el sol, que limita mi cielo, de la que no soy el único
responsable, pues no hay verso salido de mi pluma por mi solo designio, sino de
una amorosa colaboración con otros seres.
CAPÍTULO XXX No se acabó
la guerra. Se trasladó de frente y nosotros tuvimos que salir para
Francia.
De lo que padecí durante aquella evacuación [pueden dar una idea
las siguientes páginas]. En ellas refiero cómo me sacaron de un campo de
concentración y lo que me ocurrió en el hospital en donde estuve.
CAPÍTULO XXXI Cuando me
encerraron en aquella celda yo no estaba loco pero debí parecerlo. Me
preguntaban mi nombre y yo lo decía. Me preguntaban mi edad y yo la recordaba.
Me ofrecían de comer y yo no comía. No tenía hambre. Si las enfermeras o el
doctor me prodigaban sonrisas me parecían de burla, sin que me mortificaran ni
dieran lugar a ningún reproche por mi parte. Aunque aquello era un manicomio, yo
no estaba seguro de que lo fuera. La primera vez que me quedé dormido soñé que
estaba en una cárcel. Mientras dormía me pareció escuchar unos disparos. Sentí
que me dijeron:
-Están fusilando a tu hermano. Luego a ti.
Cuando
desperté me dolía la espalda. Era la primera vez que dormía sobre la madera.
Sobre las tablas había suficiente crin vegetal, pero como no estaba contenida en
una funda, mi cuerpo la apartaba a los rincones. Otra noche soñé que los restos
de mi hija estaban bajo esas crines escondidos. Me desperté angustiado. Cometí
la torpeza de buscarlos, igual que un verdadero loco. Y, sin embargo, no lo era.
Puedo describir mi celda con todos sus detalles. Podría decir -ya no me acuerdo-
el número de barrotes que tenían las rejas y cuántos eran los alambres de mi
claraboya.
La claraboya era mi única alegría. Era grande como una
pantalla de cine. Se veía el cielo y una sola rama. Una rama invernal de
sicomoro, con una bolita, su fruta o su flor, colgando. Me acordaba de mi niña
de tres años, cuando la llevaba con su madre hacia la frontera, por un camino,
por una alameda de sicomoros. Mi niña miraba las altas ramas, pidiéndome una
bolita.
-Papá, quiero una-, me decía convencida de que podía alcanzarla,
de que yo era un gigante.
Aquella bolita de sicomoro fue lo último que me
pidió mi hija antes de separarnos. Cuando pensaba en esto asomó una enfermera
por mi reja. Me preguntó mi nombre y se lo dije. Me preguntó mi edad y yo se la
dije. Me preguntó si quería algo, y entonces supliqué:
-Sí, por favor, le
ruego que coja esa bolita de sicomoro y se la dé al primer niño de la
calle.
Cerró de un golpe la mirilla. Sonreí lleno de una dulzura
delirante. Luego me invadió un gran amor por la humanidad toda, y sentí el deseo
de que ese amor fuera compartido por todos mis semejantes. Apareció el doctor
por la mirilla, seguramente avisado por la enfermera de que mi estado era muy
grave. Volvió a preguntarme mi nombre y yo se lo dije, mi edad y yo se la dije.
Me preguntó también si quería algo.
-Sí, doctor, quiero saber si es usted
capaz de decir lo siguiente: "Amo a todos los hombres".
El doctor, que no
podía tomarme en serio, dijo:
-Sí, señor, amo a todos los hombres y sobre
todo... a las mujeres.
Después de esto comprendí que debía elevarme por
encima de las ruindades de este mundo. Recé con una sinceridad ajena, como si no
fuese yo el que rezara, cosa que me ocurre con frecuencia, cuando logro salir de
mí, extraviándome.
La celda contigua estaba ocupada por un hombre menos
apacible que yo, un hombre que gritaba enfurecido, que golpeaba los muros con
estrépito. Seguramente había logrado arrancar algún grifo de la letrina y lo
hacía rebotar contra las paredes. Esos golpes me recordaban el fusilamiento de
mi hermano.
-Señor, Dios mío -recé para mis adentros-, déjame paralítico
para toda la vida, pero concédele fuerzas a ese hombre para que pueda quebrantar
su cárcel.
Aconteció el milagro. Aquel hombre pudo salir de su prisión.
Dio un golpe formidable contra la puena y ésta cedió al impulso. Oí sus primeros
pasos, veloces e inquietos, por el pasillo. Luego le sentí acercarse. Se asomó
por mi reja. Tenía los ojos muy abiertos. Me habló con tono
misterioso:
-Yo y el sordo..., somos tus amigos.
Me hubiera
gustado retenerle, que me dijera quién era el sordo. Allí nunca lo supe. Ahora
sospecho de quién fuera. Sin duda era aquel hombre que estaba junto a mí cuando
me declararon demente. El sordo era aquel hombre al que dieron de baja por su
dolor de oídos. Una explosión le reventó los tímpanos. Nunca le vi la cara.
Estaba al lado mío, pero mirando a su derecha. Se apretaba los oídos con sus
manos y gritaba agachándose. Se lo llevaron. Yo estaba desnudo entre los
senegaleses que me custodiaban.
Entre los miembros del tribunal alguien
me conoció. Dijo mi nombre. Me preguntó por mi mejor amigo. Como estaba desnudo
los jueces no pudieron disimular una sonrisa.
Quisieron animarme. La
sonrisita involuntaria me pareció cruel, inquisidora. Sospeché que ocultaba una
amenaza:
-¿Sabe dónde se encuentra su amigo Emilio Prados? Venga,
acérquese al fuego.
De repente me sentí un héroe, un héroe dispuesto a
ser un mártir.
-¡No le tengo miedo al fuego! ¡No diré nada! ¡No le tengo
miedo al fuego!
Y me lancé a la chimenea con el propósito de coger entre
mis manos un carbón ardiendo.
Ante aquella locura, que no me dejaron
cometer, dieron por terminado el interrogatorio. Me vistieron y me llevaron al
hospital dentro de un coche. Por la ventanilla vi los escaparates iluminados de
las tiendas. Hacía mucho tiempo, gran parte de la guerra, que yo no veía
escaparates iluminados.
Al llegar al hospital me preguntaron por mi
nombre y yo lo dije, mi edad y yo la dije. A pesar de mi cordura me encerraron
en aquella celda. Era pequeña con una mirilla y una claraboya, grande como una
pantalla de cine, que me dejaba ver el cielo y una rama invernal de
sicomoro.
CAPÍTULO XXXII No tuve más
remedio que desnudarme. Aunque se burlaba de mí, aquel soldado tenía la razón.
Habíamos abandonado el frente y yo no vestía el uniforme militar. Llevaba en
cambio un gran abrigo azul, traje de lana, tres chalecos de punto, la camisa de
seda, camiseta termógena, en fin, toda mi ropa encima.
-¿Dónde te has
comprado esa ropa? ¿Con qué dinero? ¿Cuánto te ha costado?
Tenía razón
para mortificarme. Estaba pasando frío con su guerrera rota y me parece recordar
que no tenía camisa. Creo que llevaba por dentro una camiseta de algodón a
rayas.
-Mi abrigo me costó dos... trescientas pesetas -le dije como un
tonto.
-¿Eres rico, verdad?
Yo no era rico, pero aquel soldado
tenía razón para mortificarme.
-¿Y tu familia, en dónde está?
-En
París... así lo espero.
Me miraba con odio. No pude más. Le
dije:
-No me importa mi ropa. No la quiero.
Y me quité el abrigo.
Luego me quité la chaqueta. Luego un chaleco. Luego otro y luego otro. Me quité
la camisa. Me quité la camiseta termógena y los pantalones. Nunca he sentido
mayor sensación de ridículo como aquella tarde al desnudarme ante dos mil
personas. Había mujeres y había niños, todos tendidos en el suelo. Un oficial
gritó:
-Bastante. Ya es bastante.
Vinieron por mí cuatro
senegaleses que me llevaron a los médicos. Al atravesar desnudo entre la
multitud oí palabras crueles:
-Fusiladle. Fusiladle. Es un provocador.
Que lo fusilen.
Y una pérfida voz que me produjo mucho daño:
-Es
un vivo que sabe demasiado.
CAPÍTULO XXXIII En la noche
anterior crucé los Pirineos con un chófer y con su hermana enferma, de anginas
solamente, de las que se curó llegando a Francia. Íbamos los tres por un sendero
abrupto, sin saber exactamente cuándo llegaríamos. De vez en cuando, en la
montaña aparecían algunos centinelas. Nos preguntaban si llevábamos armas.
Decíamos que no y nos dejaban avanzar por la noche. Unas campesinas bondadosas
nos sirvieron de guía hasta llegar a la primera aldea ..., de cuyo nombre no
quiero acordarme. No había luz. Había lágrimas. En un café se amontonaban las
mujeres y los niños. Cuando entré bebí algo, creo que aguardiente. El llanto de
las mujeres y de los niños no eran lágrimas líquidas, sino enturbiadas nubes
coronando sus frentes. Fuera, en el campo, ardían muchas hogueras, rojas como la
sangre, y muchas sombras negras. Mucha leña en montones. Me defendí del viento
para evitar el humo y las centellas. No reconocí a nadie. Me esperaba allí el
coche de unos buenos amigos mejicanos y no quise subir.
-No subo al
coche. No. Que suban las mujeres.
-¿Las mujeres, adónde? ¿Tienen a dónde
ir? Ya se arreglará todo. Vamos a Perpignan. Vente. Anda. Sube.
-No, no,
no voy -gritaba enloquecido. Tuvieron que dejarme.
Tengo que confesar que
en aquellos trastornos nerviosos padecí momentos de miserable cobardía y de
desconfianza. No era sólo piedad por las mujeres. No me fui por terror, terror a
todo, miedo a la vida. ..Pedí la muerte a voces porque no estaba
loco.
Ahora ya no recuerdo si hice alguna gestión para salir de allí o si
me detuvieron y me llevaron hasta Perpignan. Cuando llegamos no les di seña
alguna. Bajé no sé en qué calle. Le pregunté a un gendarme si mi documentación
estaba en regla y me dijo que sí, que podía irme. No quise irme. No tenía
hambre, pero le pedí la limosna de un pedazo de pan que se estaba comiendo. Me
dio su pan. No lo comí. No tenía hambre.
-Estoy cansado -le
dije.
-Pase, puede pasar; cuando descanse puede salir del
campo.
Entré a un gimnasio grande, con los cristales rotos, un cobijo
infernal para españoles.
Casi nadie dormía, pero todos los cuerpos
reposaban tendidos sobre lechos de paja arrancados de grandes bloques amarillos,
muros que separaban los hombres de las mujeres, muros que se iban deshaciendo
poco a poco. De trecho en trecho el agua, en cubos, para la bebida. Sólo vi en
pie a un hombre indiferente y a los soldados negros con los fusiles y sus
bayonetas.
No reconocí a nadie pero estuve cortés con todo el mundo, muy
fino, exageradamente amable.
Les dije a unos soldados que iba a salir de
allí. No me creyeron. Les enseñé mis documentos. Me miraron con odio.
-¿Y
tu mujer?
-Mi mujer y mi niña..., en París, en donde tengo
amigos.
Se habló mal del Gobierno, de París, del dinero. Ellos también
tenían mujeres, tenían hijos. Rompí mis documentos. Ya no me dejarían salir del
campo. Me tomaron por loco. Yo les miraba con los ojos fijos para reprenderles
cada sonrisa. Luego acudí solícito a un pobre mutilado que se asustó de mí,
naturalmente.
Con un vaso de plata, que circulaba de grupo en grupo, fui
ofreciéndole agua a todo el mundo. No tenían sed. No querían agua.
Un
mozalbete que tenía ganas de divertirse, me imitaba. Con una voz solemne,
supongo que tan solemne como la mía, pregonaba:
-¿No hay ningún herido
que quiera agua?
Me enfurecí. Pude quitarle el vaso y lo llené temblando.
Con voz muy firme dije:
-¿No hay ningún herido que quiera
agua?
Nadie me respondió. Acto seguido, miré fijo al muchacho y con una
cólera absurda le vacié el vaso contra el rostro.
Se avergonzó. No volví
a verle. Me tomó miedo. Entonces fue cuando de un grupo salió el soldado de la
guerrera rota para preguntarme cuánto me había costado mi abrigo azul de
lana.
Olvidaba un detalle. Visitaron el campo unas damas francesas con el
objeto de repartir alguna ropa. Ropas de hombre, de mujer, de niño. Cuando
pasaron por mi lado no pude contenerme al ver un abriguito rosa, propio para una
niña de tres años. Quise tener aquella prenda entre mis brazos. La pedí por
favor. No me la dieron y hasta se atrevieron a decirme que aquella prenda no era
de mi talla.
CAPÍTULO XXXIV No comí ni
bebí durante varios días. Dormí profundamente por las noches. Me despertaba el
alba y me alegraba ver el cielo y la rama invernal de sicomoro. Me preguntaban
diariamente mi nombre y yo lo decía. Me preguntaban mi edad y siempre dije la
misma: treinta y cuatro años.
-Beba siquiera el caldo, me
rogaban.
No bebí caldo, ni agua, ni leche. Desde el pasillo tiraban de la
cadena de mi letrina cada cinco minutos, sin que me dieran sed. Pasaron siete
días. Una tarde creí sentirme al borde de la muerte. Me desnudé para morir
desnudo. Yo nunca alcé la voz, pero esa tarde, con un acento triste, me atreví a
declamar invocando a la muerte.
No vino la muerte. Quien asomó a mi celda
con cara compasiva fue el oficial que me pegó en el campo: «¡Bastante! ¡Ya es
bastante!» Estaba condenado a verme en cueros.
Aunque nada me dijo, le
agradecí su gesto. Recordé que en el campo me dio una bofetada y que le
denunciaron y que yo lo negué. No me pegó muy fuerte. Sentí su mano desde lejos,
con furia, pero con la mirada pude vencer su esfuerzo y al tocarme sentí frenado
el golpe. No pude contestarle porque me sujetaban los senegaleses. Los mismos
hombres que habían gritado contra mí «fusiladle», «fusiladle», tomaron mi
defensa.
-No hay derecho. Está loco. No hay derecho.
Acudió el
comandante. Me preguntó si me pegaron y le dije que no, que no era
cierto.
Me alegraba pensar que aquel teniente se interesaba por mi
estado. Pensé en su gratitud. Llegué a figurarme que mi conducta le había
librado de un arresto o quién sabe de qué castigo mayor. Me llenaba de emoción
pensar en su agradecimiento. Derramé lágrimas que atribuyo a la extrema
debilidad de mi organismo.
Entonces recordé mi último poema publicado en
España hacía poco tiempo:
Recuerda todas las fechas, recuerda todas las
cosas, limita con blancas nubes el jardín de tu memoria. Muérete debajo
de ella, bajo su sombra.
Me dije que debía de seguir tales
consejos y me dio por pensar en mi vida anterior. La recordé perfectamente. Es
verdad comprobada por mí que el hambre despierta la memoria. Lo recordaba todo,
con orden, con detalles. Nadie me interrumpió: Llegué hasta mi niñez. Mi vida es
buena. Después de haber vivido así podía morir tranquilo. Mi alma en forma de
paloma, saldría por la pantalla de cine, llevándose en el pico la ramita
invernal de sicomoro.
Entonces comenzaron las tentaciones del Diablo.
Primero fue la soberbia. Estaba tan contento con mi vida, una vida tan clara,
que llegué a creerme un santo. Podía salvar al mundo. ¿Dónde estaba mi cruz?
Duró poco el delirio...
-Dios mío, Dios mío -recé-, soy la más humilde y
pecadora de tus criaturas, ten compasión de mí. Sálvame. Sálvame.
Vencí
la tentación de la soberbia. Luego vino la envidia.
-Mientras me estoy
muriendo solo, sobre estas tablas de madera, allá en París (aquí unos nombres)
estarán con sus hijos y mujeres.
Pero al poco rato exclamé:
-Dios
mío, que sea verdad, que allá en París (aquí unos nombres) abracen a sus hijos y
mujeres.
En esto baldeaban el pasillo. Derramaban el agua, golpeando los
cubos, con un ruido infernal, intencionado. Estuve a punto de enfadarme. Allí no
se podía vivir tranquilo. No me dejaban ni pensar... Pero vencí el pecado de la
ira. Llegué al convencimiento de que eran tentaciones del Diablo. Me prometí ser
fuerte, aunque se me presentaran tentaciones más dulces. La claraboya era mi
única alegría. Era grande como una pantalla de cine. Llegué a temer que el
enemigo de mi alma la utilizara para hacer desfilar ante mis ojos los cuerpos de
unas ninfas. Las esperé un momento, pero no pasó nadie. Una sonrisa candorosa
iluminó mi rostro. El ángel de mi guarda veló por mi pureza.
CAPÍTULO XXXV Llegué a la
orilla de un río y me recosté sobre su margen. En realidad no era de arena, ni
de tierra con flores. Todo el paisaje estaba formado por ese río y por las
nubes. No había luz. De repente me invadió una claridad fría, misteriosa.
Era el sol de la muerte. Las aguas de ese río, las nubes, la superficie, en
donde me encontraba, empezaron a brillar de un modo extraño. El río estaba
formado por las voces de mis compañeros de reclusión. Yo cerraba los ojos y
sentía el rumor del torrente. Todos sufrían y gritaban. Empecé a
improvisar:
Tomando el sol de la muerte junto a un río de
tristezas...
Al principio, este río estaba formado por la cadena
oscura y sorda de los males ajenos. Pasaba junto a mí y se alejaba incalculable,
corriendo por su campo. Sus ondas eran diferentes: de paciencia, de angustia, de
esperanza, de miedo.
Una mujer gritaba interminable:
-Que yo no me
he casado por lo civil, que yo no me he casado por lo civil, que yo no me he
casado por lo civil.
Así estuvo día y noche.
Otras tristes
palabras iluminadas por la muerte se alejaban también siguiendo el mismo cauce.
Estuve a punto de morirme. Pensé en mi cuerpo exánime, flotando en tal
corriente, a la verdosa luz del más completo olvido.
Me desperté. Llevaba
siete días sin comer ni beber y sin que a pesar de ello mi boca se secara. Mi
saliva era espesa, gomosa, y al separar mis dedos humedecidos se formaban
hilachas que me servían de juego. Tampoco pasé frío. Cuando volvió de nuevo la
enfermera no pude responderle con palabras. A sus preguntas por mi estado
respondí con un gesto. Me incorporé, junté las manos en ademán piadoso y
luego..., mirando a las alturas señalé con el índice varias veces al cielo.
Cuando se fue de la mirilla hice sobre mi frente la señal de la cruz y comencé
mi examen de conciencia.
De todos mis pecados el que me parecía más
horrible fue el de mi risa, una risa nerviosa, con la que en ciertas ocasiones
intentaba disimular mi miedo.
Las niñas estaban asustadas. Las mujeres
llorosas. No había hombres.
-Han hundido la casa, la han hundido,
gritaban.
Habían caído tres bombas, pero la casa estaba en pie. Se habían
abierto los balcones. Entraba tierra, fuego, humo. Las mujeres lloraban. No
había hombres.
-¡No pasa nada! ¡No pasa nada, nada, nada!
Y me
reía. y lo tomaba a broma.
-¡Mira, mira, mira!
Y señalaba por el
balcón abierto la fachada de enfrente. Una mujer colgada de una inmensa paloma
pedía auxilio. Vi cómo la salvaron. Me reía. La paloma de estuco la
estuvo sosteniendo mucho rato. Una paloma blanca, de estuco, de escayola,
rodeada de fuego, entre nubes de espanto. Me reía.
Las niñas de la casa,
las mujeres llorosas, me acusaban, condenaban mi risa desde el cielo.
-Yo
lo hacía por vosotras, por quitaros el miedo, yo lo hacía por vosotras.
Perdonadme.
No sé por quién lo hice. Volví a rezar.
-Dios mío, ten
compasión de mí, perdóname mi risa en aquellos momentos de tu cólera.
CAPÍTULO XXXVI Al día
siguiente el director del hospital estuvo a visitarme. Lo recibí normal dándole
explicaciones, pidiéndole disculpas.
-Después de lo que he visto que han
hecho con España ya no quiero vivir.
Pero me convencieron sus razones,
sus palabras sinceras sobre la buena voluntad con que atendían a todos los
enfermos. Me trasladaron a una sala en donde conocí caras amigas. Un alemán
antifascista, que estaba muy enfermo de los pulmones, se me ofreció para
traducirme un artículo sobre la caída de Barcelona del escritor Gustavo Regler.
No lo había terminado y a los pies de su cama apareció su autor, Gustavo Regler,
que me venía a buscar con una gran alienista francesa, Madame Lahy, que se
tranquilizó sobre mi estado. A los escritores de la Casa de Cultura debo mi
libertad.
Aquella noche, a las 12, el director me despertó diciéndome que
había un telegrama en el que se me invitaba por el Ministro del Interior, Mr.
Sarraut, a trasladarme a París, como huésped de honor de los escritores
franceses. Viajé en un coche-cama acompañado de alpinistas, muchachas y
muchachos que venían de jugar con la nieve.
En París me esperaban los
míos, después de la inquietud de [haberme] creído muerto. En la Embajada me
entregaron un telegrama del poeta inglés Spender, que decía: «Si está en Francia
mi amigo Manuel Altotaguirre todos sus gastos corren de mi cuenta, así como el
traslado suyo y de su familia a mi casa de Londres, [...»].
CAPÍTULO XXXVII Al ver un
caballito arcaico en una vitrina no pude contener mi entusiasmo. Era realmente
una maravilla.
Cristian Zervós me dijo:
-Si le gusta, puede
llevárselo.
Yo creí que se trataba de una broma.
-Le pondré unas
ruedas para que juegue con él mi niña.
Pero el regalo fue una cosa seria
y aquel caballo, con su documentación acreditativa de su origen y autenticidad,
a las pocas semanas cabalgaba sobre mí hacia
América.
Texto nudo tomado de El caballo griego en
Manuel Altolaguirre. Obras completas, I. Edición crítica de James
Valender. Madrid, Bella Bellatrix/Istmo, 1986.
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