Érase una vez un labrador,
que usaba la reja más que otra labor:
más amaba la tierra que al Creador.
Era de muchas maneras hombre revolvedor
(1).
Si hacía una maldad, hacíala de verdad:
cometía todo tipo de daño y falsedad,
hablaban mal de él los de su vecindad.
Aunque malo, mucho quería a Santa María,
oía sus milagros, dábales acogida:
saludábala siempre. Decíale cada día:
«Salve, llena de gracia que pariste al Mesías.»
En soga de diablos fue luego cautivado,
lo arrastraban por los cabellos, de coces bien
sobado,
le pagan al doble el pan que había trampeado.
Se dolían los ángeles de este alma mezquina,
porque la llevaban diablos como en rapiña
(2);
quisieron socorrerla, ganarla por vecina,
mas para hacer tal masa les faltaba harina.
Si los ángeles daban una buena razón,
cien decían los otros (todas malas; buenas no).
Los malvados a los buenos tenían en el rincón.
El alma, por sus pecados, no salía de prisión.
Se levantó un ángel. Dijo: «Soy testigo
(verdad es; no mentira) de lo que digo:
El cuerpo que esta alma tuvo consigo,
fue de Santa María vasallo y amigo.
Siempre la mentaba al comienzo del almuerzo y de la cena.
Le decía tres palabras: «Salve de gracia llena».
no merece yacer en tan mala cadena.»
Cuando el nombre de la Santa Reina
oyeron los diablos, corrieron con prisa,
dispersáronse todos como una neblina,
todos abandonaron el alma mezquina.
La vieron los ángeles desamparada,
con los pies y las manos con sogas bien atadas.
Fueron y la tomaron para su
majada.
Nombre tan adornado y de virtud tanta,
que a los enemigos persigue y espanta,
no nos debe doler ni lengua ni garganta,
que no digamos todos: «Salve Reina Santa»